IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Otro de los nuestros

Aquí los que subimos por las escaleras, allí los que las bajan en el metro; aquí los que vamos en el autobús, allí los que están fuera; aquí las personas de mi equipo de rugby, allí las del equipo contrario; los que tienen el pelo igual que yo y los que lo tienen diferente... Es sorprendente lo rápidamente que nos sentimos más cerca de unas personas que de otras por el mero hecho de compartir un rasgo o una actividad. En nuestra naturaleza está la tendencia a agruparnos, y lo hacemos desde el momento en que nacemos, en una familia, en un grupo social. A partir de entonces, nuestra habilidad para detectar a nuestro grupo y participar de él según sus reglas, se sofistica día a día. Tanto es así que nuestros grupos dan forma también a nuestra identidad personal, por lo que invertimos en ellos no solo como una fuente de satisfacción o protección, sino también como una manera de mantener nuestro sentido de nosotros mismos. Y al mismo tiempo, no existe ningún grupo sin los individuos, con sus cualidades particulares.

Necesitamos fundirnos en el grupo, es algo ancestral, para sobrevivir como un todo ante las adversidades del mundo; y al mismo tiempo, tenemos la necesidad de expresar nuestro carácter, nuestra peculiaridad y diferencia con respecto al mismo. Hace unos días, una amiga me contaba cómo en el departamento de la empresa en la que trabaja habían hecho un proceso de promoción y la habían entrevistado a ella y a otra compañera. El ambiente en ese departamento era nefasto, con gran desorganización y una sensación reinante de caos emocional y, por tanto, laboral en general. Obtener la promoción no solo suponía las bondades del nuevo puesto, sino también dejar atrás un grupo que se estaba convirtiendo en tóxico. Ambas candidatas recibían la hostilidad de los demás, sus quejas sobre el sistema y las comparaciones, que llegaban a ser personales por haber sido ellas y no otros, las elegidas para la entrevista. Se sentían expulsadas informalmente del grupo. Ambas trataban de contener las críticas, hasta que finalmente solo una de ellas consiguió el puesto. Y entonces sucedió algo muy humano y que ilustra nuestra necesidad de grupo: la otra compañera, al darse cuenta de que no podría salir de aquel grupo, se alineó repentina y sorprendentemente de nuevo con las actitudes imperantes, criticando y mostrando su hostilidad hacia el sistema y también hacia la otra compañera. Las hostilidades se rebajaron hacia la que permanecía y aumentaron hacia la que se marchaba.

Obviamente, hay muchas otras variables a tener en cuenta para entender esta reacción, pero pienso en cómo el grupo exige a sus miembros una determinada conducta, por lo menos cuando está conformado como tal, incluso más allá de lo que sus miembros elegirían por sí mismos, por sí mismas, si lo sopesaran fuera de su influencia. No hay grupo sin individuos, del mismo modo que no hay individuo sin grupos. Por esta evidente e inevitable relación, parece que merece la pena sopesar nuestra implicación en los grupos de los que formamos parte y mantener nuestra capacidad de pensar y sentir individualmente dentro de ellos, bien sea un grupo social, político, profesional, familiar o de pareja. Cuando los grupos ganan en heterogeneidad (y normalmente la tendencia es la contraria, la homogeneización), por la diferencia reconciliable entre sus miembros, el grupo es más libre y flexible, y en general, soporta mejor los cambios a partir de cambiar en sí. Cuando los individuos participamos de grupos distintos, el intercambio también nos hace más libres y flexibles internamente, y de forma análoga, soportamos mejor el cambio a partir de cambiar nosotros.