IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La dimensión humana

Una buena amiga, doctora en Historia del Arte, suele hacer un comentario cuando tengo el placer de ir con ella a una exposición en un museo. Hay textos escritos en las paredes o en paneles contextualizando lo que estamos a punto de ver, quizá haciendo referencia a la autora, la época o la obra en sí desde una perspectiva histórica. Es en este momento cuando mi amiga Eneritz expresa un pensamiento en alto: «Pero, ¿quién firma estos textos? Sin firma, esta parece la única visión posible». Yo, que suelo tener en gran consideración sus comentarios, pienso entonces en todos los esfuerzos que los individuos, los grupos y las instituciones hacen para crear la ilusión de objetividad. No pretendo aburrir a los lectores y las lectoras hablando de marcos de referencia, un tema un tanto aséptico, pero sí quiero encender un foco e iluminar puntualmente este deseo y sus complicaciones. El deseo de creer que nuestras decisiones son objetivas, que las estrategias laborales son ajustadas a los datos, que nuestros planes de vida son sensatos y siguen la línea de lo planeado; y la complicación de despertar repentinamente de la ensoñación para caer en la cuenta de que el email meridiano y medido que habíamos enviado ha despertado reacciones inesperadas entre los compañeros de trabajo, o que la carrera elegida con miras a una próspera vida laboral se convierte en una vía muerta años más tarde. Nos impacta súbitamente la incongruencia entre lo ideado y lo que finalmente sucede, y después de recomponernos, volvemos a intentar domar la realidad, esta vez con más ahínco. Nos aferramos a esta idea como una meta y lo intentamos una y otra, y otra vez. Quizá esta vez logremos arrinconar la razón lo suficiente como para que nos cuente las verdades sobre el mundo y esta vez sí, tomar la decisión correcta. Y para algunas personas, este proceso lleva toda una vida; una vida personal, una vida profesional persiguiendo la objetividad y sufriendo por las complicaciones de no encontrarla. Al fin y al cabo, toda una sociedad, toda una cultura idolatra a los tecnólogos y denosta a los artistas. Es mucha la presión para mantener la ilusión de que somos dueños de nuestro entorno y de las leyes que lo rigen, entre ellas las leyes de las relaciones. Pero la voluntad no siempre es suficiente para entenderlo y afrontarlo todo, y nuestra solvencia racional se resquebraja, dejando entrar por las grietas sensaciones de descontrol, de insatisfacción y temor, a menudo desbordantes, cuando caemos en la cuenta de que algo se nos ha escapado, que no lo hemos previsto. Entonces se ponen en marcha todos los mecanismos necesarios para volver al redil internamente, volver a tomar las riendas de nosotros. Mecanismos como la vergüenza o la culpa por lo que no se previó, y sin duda la crítica que recorre la historia y nos señala los errores, no con una voz neutra, sino con el tono inquisitivo necesario para asustarnos por dentro y no volver a caer en los mismos errores nunca más. A veces, siendo mucho más insistentes y extremos que ninguna otra crítica externa por parte de cualquier otra persona. Nos convertimos en nuestros jueces, pero también en nuestros verdugos, repitiendo frases que nos hacen daño y que justificamos como la voz de la conciencia que nos guía. La realidad psicológica de este escenario es mucho más opresiva en este punto, menos benevolente y, por supuesto, mucho menos objetiva. Domar las emociones, los deseos, la creatividad de nuestra manera de afrontar la vida de manera única, el impulso, incluso hasta crear la ilusión de que no existen en nosotros en un momento dado, no es sinónimo de objetividad, sino de ceguera. Por cierto, la firma de este texto está más arriba, al lado del título.