IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¡Qué incorrección!

Es bueno o es malo darle vueltas a una situación para elegir la manera correcta de actuar? Esta fue la pregunta que me hizo una persona con aspecto de haber estado dándole vueltas, a su vez, a la pregunta en sí. Me quedé pensando por un momento en el plano psicológico de la pregunta, es decir, en qué quería esta persona resolver en sí mismo respondiendo a este interrogante.

Siempre que hacemos una pregunta genérica de este tipo, tenemos un interés personal bastante concreto, una necesidad que cubrir, e incluso nuestra propia respuesta que queremos contrastar. Yo, como psicólogo centrado en la persona, tuve que responder un insatisfactorio «depende», insatisfactorio para él, pero honesto. Por lo menos, antes de empezar a hacerle preguntas sobre el subtexto de la pregunta (en los textos dramáticos, se llama así a la intención tras las palabras, o a lo que los personajes quieren de su interlocutor). Para empezar, si pensaba en alguna situación concreta cuando me lo preguntaba, por aquello de entender mejor, y sobre el terreno, lo que significa bueno o malo en una situación concreta. Había otra razón para hacer esta propuesta y es que, al responder en general, yo habría dado una respuesta abstracta y probablemente convencional, o simplemente habría dado mi opinión en función de mi experiencia. Bueno y malo son adjetivos con implicaciones morales, por lo que están sujetos a criterios éticos generales de un grupo en particular. Lo que es bueno o malo en una familia, no tiene por qué serlo en otra, algo que se hace muy evidente al comparar culturas.

Por mi experiencia, sé que las personas hacemos las cosas por una razón, así que ese darle vueltas, debía de tener alguna razón de ser, más allá de ser bueno o malo. Entonces, ¿para qué damos vueltas a una situación? Algunas posibles respuestas son: entender lo que ha sucedido, o prepararnos para lo que puede suceder y reaccionar en consecuencia a esa predicción. Aunque, a veces, pensar repetidamente sustituye a la acción; es decir, mientras giramos mentalmente entorno a una decisión difícil, también retrasamos actuar.

Sea como fuere, parece que pensar mucho nuestra actuación en una situación dada que sucederá en el futuro tiene una alta dosis de preparación, la cual a menudo tiene consecuencias. Para empezar, el cansancio de crear mentalmente escenarios distintos ante la misma situación inicial y responder a ellos en la fantasía, lo cual nos lleva tiempo y energía que podríamos estar poniendo en otra cosa. Para continuar, pagamos el precio de la contención de la espontaneidad. Cuando ensayamos nuestras reacciones, nuestras palabras, incluso nuestros sentimientos, encapsulamos la emoción genuina que sentiríamos si simplemente nos dejáramos reaccionar en el momento, ponemos a un lado la manera de actuar que más encaja con nosotros para dar una respuesta correcta, la que se espera, o la que calculamos que tendrá mejor resultado (aunque a menudo buscamos el resultado menos negativo). Al mismo tiempo, hay relaciones en las que se nos pide ser diferentes para encajar, y en las que prácticamente tenemos que adivinar cuál es la respuesta correcta, cuando la nuestra, la que nos sale, no es aceptada o es criticada, o simplemente percibimos la decepción en los ojos del otro. Si esta reacción nos asusta o nos duele, normalmente no podemos hablarlo en el momento, o discutir sobre esa petición para adaptarnos al marco de referencia del otro, o expresar nuestro deseo de que nuestra visión sobre las cosas sea tenida en cuenta. Así que lo que nos queda es darle vueltas en solitario, y después de un rato, volver a pensar en la pregunta del principio, la cual, por cierto, se plantea porque hay algo que no nos convence de esa preparación para lo correcto.