IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Con delicadeza

Cualquiera que viva en una comunidad de vecinos y suela asistir a las reuniones, sabrá que no es siempre lo más conveniente decir todo lo que a uno se le pasa por la cabeza tal y como le saldría decirlo. Al mismo tiempo, cualquiera que acostumbre a preguntarse preguntarse por qué hace las cosas que hace y el efecto que tienen en sí, sabrá que guardarse los comentarios importantes a menudo suele acarrear malestar a largo plazo. Así que, más allá de las reuniones de escalera, ¿cuánto merece la pena compartir con los demás de nuestro mundo interno y cuánto es conveniente reservarse? O puesto de otro modo, ¿para qué decir o mostrar lo que uno piensa o siente a otra persona?

La respuesta no puede ser otra que «depende». Vivir con gente tiene muchas ventajas y algunos inconvenientes. Nos influimos unos a otros y a veces nos ignoramos, o lo que es lo mismo, no nos dejamos impactar por los asuntos mutuos. Al mismo tiempo, todos queremos algo o necesitamos algo de las personas con las que compartimos la vida, y esto no significa necesariamente que instrumentalicemos las relaciones, simplemente es así para los seres gregarios como nosotros. Y digo esto porque a menudo, «mantener la relación» es uno de los aspectos que cuidamos cuando nos planteamos decir o no ciertas cosas, en especial cuando anticipamos que pueden sentar mal o generar una reacción adversa en el otro. Si nos decidimos por mantenerla en lugar de abandonarla, hay distintas maneras de plantearlo: una de ellas es en términos de todo o nada, es decir, o se lo suelto como me sale o me lo trago. En esta opción, probablemente salgamos perdiendo sea cual sea el extremo que elijamos. Por un lado, soltarlo como me sale no suele incluir mucha empatía hacia el otro (y por tanto, el objetivo de mantener la relación se compromete); ejemplo de este extremo es la gente que se define como «excesivamente sincera» y que, por cierto, suele hacer gala de ello. Por el otro, tragármelo se convierte en algo así como tragar un sapo, actividad poco recomendable en general. En este caso, dejamos de expresar una emoción intensa o una opinión que la acompaña, y se nos queda un sabor amargo que a menudo se convierte en rencor o en frustración al cabo de un tiempo.

Llegados a este punto, es evidente que puede haber otra forma de tomarse esta disyuntiva, a pesar de que hablar de lo incómodo no es plato de buen gusto en general. Sin embargo, si no hablamos de lo que no nos gusta, estaremos dejando pasar la oportunidad de cambiarlo (en el mejor de los casos) y la realidad es que no siempre va a ser tan catastrófico como nos imaginamos a priori. Algo que nos vendrá bien será elegir el momento. Especialmente si lo que quiero decir es emocionalmente intenso, merece la pena esperar a estar calmado, «al mando» de mí mismo. También es interesante darse cuenta de si lo que vamos a decir cumple el objetivo de arreglar algo o pretendemos usarlo como un ataque hacia el otro en una lucha de poder, en cuyo caso debemos saber que será dicha lucha el tema escondido detrás de lo que sea que digamos a continuación. Es importante poner márgenes a la conversación, sin sacar otros asuntos pendientes o derivar en discusiones de otra índole, paso a paso. De modo que si a alguien se le va la mente a otros momentos, merece la pena «volver» al tema que nos ocupa. Después, nos vendrá bien hablar directamente y si es posible, hacer una petición concreta de lo que nos gustaría que fuera diferente. Es cierto que a veces la manipulación da resultados más rápidos, pero, sin duda, serán menos duraderos y tendrán un precio más alto. «Esto no me ha gustado, esto es lo que quiero, me importas y quiero que esta conversación nos ayude a estar mejor juntos».