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CRÍTICA «El cartero de las noches blancas»

El último habitante vivo de la madre Rusia


Nunca hay que dar a un cineasta de raza por perdido o acabado. Aunque parecía que trás el fracaso internacional de “El Cascanueces 3D” (2010), Andrei Konchalovsky ya no iba a levantar cabeza, aquí está reivindicándose a sí mismo con “El cartero de las noches blancas”, una obra de renacimiento que le ha valido el León de Plata al Mejor Director en la Mostra de Venecia. Al fallarle su anterior grandilocuente proyecto, lo que hace es justo lo contrario, optando por la humildad de una película pequeña. Está más que acostumbrado a sobreponerse a los reveses dentro de una carrera llena de altibajos, y no dudó en irse de Hollywood cuando se sintió víctima de la censura creativa allí imperante.

Antes de ver su nueva ropuesta, pensé que Konchalovsky iba a invocar al maestro Tarkovski como antiguo colaborador suyo que fue, pero me he llevado una sorpresa al comprobar que “El cartero de las noches blancas” está más cerca del Zvyagintsev de “Leviathan”, lo que quiere decir que su película se sitúa dentro de la actual encrucijada rusa. Sabido es que su hermano Nikita Mikhalhov ha cerrado filas en torno a Putin, mientras que el autor de “Siberiada” (1978) se mantiene en una posición intermedia para no perder del todo su independencia.

Konchalovsky ha localizado el confín ruso en el Paraque Nacional de Kenozyorsky, en una remota aldea a orillas del lago Kenozero, cerca del cosmódromo de Plesetsk. Es una posición estratégica en medio de la nada, entre el pasado inmutable y un futuro que pasa de largo, como los cohetes espaciales que surcan el cielo. El único nexo entre estos habitantes de las cabañas de madera que sigen viviendo del recurso de la pesca, y ahogando sus penas en litros de vodka, es la figura del cartero, que viste con traje de camuflaje al formar parte de una potencia beligerante que se olvida de sus hijos. Solo le queda ya el recurso de la vida contemplativa.