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CORRED, CORRED MALDITOS

Álber Vázquez acaba de publicar «La meta está en Ítaca», crónica periodística, literaria y sentimental sobre la popular carrera Behobia-Donostia. Su libro viene a sumarse a otras novelas y ensayos literarios sobre la pasión por correr, como «Correr» de Jean Echenoz, «La soledad del corredor de fondo» de Alan Sillitoe o «De qué hablo cuando hablo de correr» de Haruki Murakami.


Corro dos mil kilómetros al año. Siempre al amanecer, siempre solo, siempre en la misma ruta. Y cada sonido de mis zapatillas sobre el asfalto ha terminado por convertirse en un mantra. Lo digo como lo siento: corro porque correr es la cosa menos importante que hago en mi vida, pero que, al tiempo, constituye el eje indispensable sobre el cual las cosas importantes de mi vida rotan. Porque corro, vivo».

Así arranca “La meta está en Ítaca”, el libro que el escritor de Errenteria Álber Vázquez acaba de publicar en la editorial donostiarra Expediciones Polares (donde anteriormente publicara también “Hambre a borbotones”). En “La meta está en Ítaca”, un libro a medio camino entre el reportaje y la reflexión personal, Vázquez narra sus experiencias como corredor (o como “pedestrista”, así lo llama el autor; nunca, en todo caso, runner), y en concreto sobre una carrera tan querida como la Behobia-Donostia.

Vázquez habla con voluntarios, con corredores, traza a lo largo de las 155 páginas del libro el recorrido de la carrera (las sensaciones y los nervios antes de empezar, los tramos más tortuosos, o aquellos, como el paso por Errenteria, el público lleva en volandas a los corredores…), establece vínculos culturales con el hecho de correr: canciones, como “Heroes” de David Bowie (se puede ser héroe un día nada más, el día de la Behobia, eso es lo que sienten las miles de personas al finalizarla), poemas, de Kavafis o de Gabriel Celaya, películas como “Uno de los nuestros”, de Scorsese, cómics como “Hellboy”…

«Épica. Ansiedad. Respeto. Recuerda que si no sientes alguna de estas tres cosas, una sola de ellas, te estás equivocando de competición», escribe Álber Vázquez en su libro, refiriéndose a la Behobia; un libro que se lee al trote y que es, en definitiva, una declaración de amor a esta popular media maratón, y al propio hecho de correr; y un libro también que viene a sumarse por méritos propios a una serie de novelas y ensayos de literatura “pedestrista”.

«La soledad del corredor de fondo»

Quizás un clásico como “La soledad del corredor de fondo”, de Alan Sillitoe, sea la que mejor se acompase al ritmo de “La meta está en Ítaca”, dado el espíritu de una carrera como la Behobia-Donostia en la que ganar es lo de menos, o en la que hay otras formas de ganar.

En el relato de Sillitoe el protagonista, un muchacho que cumple condena en un reformatorio y que es un magnífico corredor de fondo, compite representando a su institución penitenciaria. Todos esperan que venza esa carrera y él podría hacerlo, pero perderla es para él la manera de ganar, de mantener su dignidad. Sillitoe, miembro de la generación airada inglesa, condensa en este cuento quizás todas las características de su literatura obrera y concienciada, pero en “La soledad del corredor de fondo” también hay reflexiones sobre el mero hecho de correr: «Entonces se adentró en una lengua de árboles y arbustos donde yo ya no pude verlo ni a él ni a nadie, y ahí sí que conocí la sensación de soledad que invade al corredor de fondo cuando surca los campos, y me di cuenta de que, en lo que a mí se refería, esa sensación era lo único honrado y genuino que existía en el mundo», escribe, por ejemplo, el autor.

El tap tap de las zapatillas, el mantra, la soledad, activan sin duda la mente, sirven para hacer pensar, recordar, encontrarse con uno mismo. O como escribe Haruki Murakami en “De qué hablo cuando hablo de correr”: «Y es que, por muy mayor que uno se haga, mientras viva siempre descubre cosas nuevas sobre uno mismo».

Todo eso, a pesar de que un corredor, o al menos Murakami, no tenga muy claro en qué piensa cuando corre: «A menudo me preguntan en qué pienso cuando estoy corriendo. Los que me formulan preguntas de esta índole son, por lo general, personas que nunca han vivido la experiencia de correr durante una larga temporada. Y cada vez que me hacen una pregunta de esta clase, no puedo evitar sumirme en una profunda reflexión: ‘Vamos a ver, ¿realmente en qué pienso mientras corro?’. Y, para ser franco, no consigo recordar bien en qué he venido pensando hasta ahora mientras corría».

Pura ficción

Tanto Murakami como Vázquez tienen miles de kilómetros a sus espadas de escritores, pero para kilómetros –o para millas– los de la carrera que relata, esta vez ya desde la pura ficción, en su novela “La carrera de Flanagan” el escocés Tom McNab, que fue entrenador del equipo olímpico británico de atletismo y asesor en el guión de la película “Carros de fuego”. “La carrera de Flanagan” describe una alocada carrera de costa a costa de Estados Unidos, desde Los Ángeles a Nueva York. Cincuenta millas al día y trescientos mil dólares de premio; un premio que se disputan una curiosa galería de personajes, al estilo de películas como “Danzad, danzad malditos”, que describe una maratón de baile (y que está inspirada en la novela de Horace McCoy “¿Acaso no disparan a los caballos?”) o las disparatadas carreras de coches protagonizadas por el perro Patán y Pieere Nodoyuna en los dibujos animados de “Los autos locos”.

Aunque para carrera exigente la que imaginó Stephen King en el que fue el primer libro que escribió, “La larga marcha” (publicado con el seudónimo Richard Bachman). En él los cien participantes de una carrera luchan por un suculento trofeo: el ganador podrá pedir lo que desee. El único inconveniente es que si los corredores reducen el ritmo de su marcha en más de tres ocasiones a menos de 6,5 kilómetros por hora y durante más de treinta segundos son abatidos por guardas apostados en los márgenes de la carretera por donde discurre esta carrera de eliminación, nunca mejor dicho.

Por supuesto tanto “La larga marcha” como “La carrera de Flanagan” son obras de ficción, pero lo cierto es que todo corredor en algún momento ha sentido ganas de morirse (por ejemplo, subiendo cuestas como las de Gaintxurizketa o Miracruz, en la Behobia-Donostia), y eso nos sirve para volver a Álber Vázquez, quien, además de narrar magníficamente en “La meta está en Ítaca” las sensaciones al pasar por estos dos puntos de la carrera, nos recomienda para acabar un libro más, uno imprescindible, sobre pedestristas: “Correr”, de Jean Echenoz: «Es una biografía de Emil Zátopek –señala Álber Vázquez–, Echenoz se la anota en su bibliografía como novela, aunque exactamente no lo es. Desde luego, es un libro literario, una mirada de autor literario sobre un fondista como Zátopek, su filosofía acerca del correr, su peripecia vital en un país del este, etc. Muy al final de su carrera, Zátopek corrió el cross de San Sebastián en 1958. Echenoz cuenta en el libro que le regalaron un sombrero. Lo que hicieron fue ponerle la txapela de txapeldun, pero Echenoz no entiende la asociación entre boina y ganar», dice el autor de “La meta está en Ítaca”, quien en este libro cuenta además el origen de esta costumbre de coronar a los campeones con una txapela, citando a Ander Izagirre, costumbre ideada por Patxi Alcorta, un bodeguero de la parte vieja donostiarra que solía invitar a comer en su bar, el Irutxulo, al ganador de este cross, no sin antes obligarles a servir vinos detrás de la barra (de tal modo que en el Irutxulo pusieron txikitos leyendas del atletismo como Abebe Bikila o el propio Zátopek).

Existe, en fin, abundante literatura sobre una actividad cada vez más en auge como es correr, y que sin embargo puede interesar también, como pasa en el libro de Álber Vázquez, a quien no practica esta religión, porque, tal vez, de lo que hablamos cuando hablamos de correr es de vivir, y ese es un mantra que entienden incluso aquellos que nunca se han calzado unas zapatillas.