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Mi patria vasca


Volaron los tiempos en los que la patria tenía valor para componer un sentido de vida. Volaron, al menos, para aquellos que nacieron o pacieron en Euskal Herria, con permiso de la expresión de Gabriel Celaya, y luego se sintieron incómodos y prefirieron agarrarse al sentimiento español que tanta vergüenza les había causado en oposición. Vociferaron que la modernidad les había transformado, que España ya no era la de la pandereta y que los símbolos ya no emocionaban, como recitaba Georges Brassens. Pero, sorpresa, esos mismos son los que defendieron el toreo como arte, la rojigualda hasta en los urinarios y la canción de Eurovisión a pesar de sus cero points. Como si ser español fuera una ley natural a la que Newton dejó pasar. Recordaron la nueva patria, el día, su día, de la raza. No la bovina, sino la española.

Desaparecieron los tiempos en los que la patria tenía valor para componer un sentido de vida. Desaparecieron, al menos, para aquellos que décadas antes soltaban lágrimas de angustia por la que parecía irremediable pérdida de identidad, sentían nostalgia de vasquidad por el maquetismo que nos arrollaba desde las fábricas de Etxebarri y las chabolas de Rekalde, cantaban a pleno pulmón por los muertos de Artxanda que cayeron defendiendo las últimas posiciones frente al fascio. Sorpresa. Cambiaron las referencias a la patria por posiciones en consejos de administración bancarios, bonos del tesoro en cajas de alquiler y unas acciones de renombre en compañías energéticas. Recordaron la patria una vez al año, para sentarse en una mesa bien dispuesta y añorar añoranzas, entre chuletas de label agroman y txakolí de Bakio (o de su alcalde, vaya usted a saber).

Se esfumaron los tiempos en los que la patria tenía valor para componer un sentido de vida. Se esfumaron, al menos, para tanta y tanta gente que se puso al frente del barco de la liberación, desde distintos pedestales. Hemos tenido tantos que al final perdí la cuenta. Nos llevaron por vericuetos difícilmente comprensibles que, por disciplina tribal, seguimos. Nos hicieron recitar himnos desconocidos y aguantar el embate durante unas semanas, años, porque la victoria estaba a la vuelta de la esquina. Cambiaron la referencia a la patria por aburrimiento, por huida por la puerta trasera, por relax vital tras rebajar su grado de adrenalina. Recordaron la patria una vez al año, únicamente cuando al encender el televisor, los informativos contaban las noticias del día. Madrid les incluyó en su diccionario de autoridades.

Tantos y tantas han hecho semblanzas de patria, hasta ese inducido fenómeno literario que ha titulado su libro con el concepto y recibido alabanzas del mismísimo Rajoy como desmintiendo que tiene dificultades cognitivas, que el tema parece recurrente. Más aún cuando las letras llegan en vísperas de ese Aberri Eguna, dije en cierta ocasión que deberíamos llamar Amerri Eguna para huir de nuestra hegemonía de género (incluso en el lenguaje), convertido en norma, relegado a una pieza más del calendario político-festivo.

El uso y desuso ajeno de la patria no afloja mi ánimo, sin embargo. Los años acumulan, asientan emociones, avivan recuerdos y ofrecen una perspectiva que ahonda en mis convicciones. No para descargar errores, ni huir hacia escenarios más cálidos, sino para asentar mi orgullo por una patria que me entusiasma en detalles, menudos y gigantes, que fecunda mi compromiso particular por continuar en esa pugna para cambiar una atmósfera en la que el oxígeno sigue siendo minoritario.

Aludo, a veces con rubor, esa razón secular que me reafirma en mi patria vasca. La manida pero acertada reflexión de Martí: «El amor, madre, a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca». Y sé, así lo cuentan los responsables del marketing político, que las razones hay que exponerlas en positivo, dejando atrás las frases virulentas contra el adversario, contra el enemigo. Lo sé, pero también es cierto que las razones de Martí las hago mías en mi inventario argumental.

Aun así, mi patria es sencilla, humilde. Es cierto que es acogida por un territorio, que tiene sus entornos de melancolía ambiental, a los que recurro en el Baztan, en Atharratze, en Karrantza, acompañado de ese coro de lecturas, melodías, discursos que me alivian el alma. Pero ese territorio también está atravesado por monstruos de cemento, devastado por plantas invasoras y acuñado por privatizaciones de su espacio público como jamás antes había sucedido.

Es cierto también que mi patria tiene renglones de oro en su historia, en la lucha obrera que logró modificar convenios o despidos masivos, en la ecologista que frenó la codicia nuclear, en la vecinal que obtuvo infraestructuras, en la popular que desbordó cariño a sus presos, en la integral que evitó la asimilación. Pero también esa patria está rasgada por las sombras de los muros de Neguri, por los ecos de los engendros que especulan hasta con las bolsas de la compra de sus madres, por las bocachas de miles de delincuentes en potencia.

Esa es mi patria, efectivamente. La de los contrastes. La que me emociona y la que me enerva, la que me activa la circulación de una sangre cada vez más roja y la que me paraliza al comprobar hasta qué punto es capaz de alcanzar las cimas más altas la estupidez humana, también la vasca. Porque, ya lo habrán adivinado, mi patria es imperfecta. Y la constatación hace que anide en ella, en esa esquina de la patria destinada a los parias, a los sentimentales, a los luchadores, a los que no esperan el reconocimiento con la palmadita en la espalda y el aumento del grosor de la billetera.

Y tengo tantos y tantos ejemplos recientes de esos ojos que desde la oscuridad componen mi universo de patria vasca que no puedo apenas mantener esa entereza que se les supone a quienes una vez ya cruzaron sobradamente el Rubicón de la vida. Ejemplos de gentes a las que he conocido recientemente. Hombres y mujeres que conforman esa patria que me emociona.

Al sobrino de un desaparecido (durante diez años) y muerto por la Guardia Civil que se arrodillaba, por vez primera, frente a una lejana fosa en Busot. A los vascos de adopción, de Carabanchel, de Burgos, de Segovia, de Vallecas, que conocí en una mesa agasajada por un puchero y unos cuencos de vino. A la madre exiliada en Brasil que perdió a su pareja y a su hija a miles de kilómetros y hoy, 20 años más tarde, cuenta su tragedia vivida en soledad. Al hijo de aquel muerto en México que conoció a su padre únicamente por transmisión oral. Al hermano de aquel otro desaparecido de Iruñea cuya ansiedad, desasosiego y desazón complican su existencia.

No es la singularidad trágica la única que me motiva. También esa irrelevante cotidianeidad que se atreve a agredirnos a la vuelta de la esquina. El joven que planta carteles para un acto en el gaztetxe de Arrasate, la secretaria que coordina al teléfono desde Bilbo los centenares de kilómetros de la Korrika, el preso que en Fresnes no puede ajustar el sueño ante la visita familiar del día siguiente. La madre con hijos pequeños que concilia sus horarios con sus tareas sindicales en Ataun, los niños que sueñan ensayo tras ensayo con el baile de ese aurresku en una recepción en Gasteiz, los pensionistas tras una pancarta reivindicando dignidad en Barakaldo. Esa es también mi patria vasca.

Quiero a mi patria imperfecta, esa misma que tiene un valor para componer un sentido de vida. Lo decía Eduardo Galeano, el por qué de mi elección: «Porque la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses pero en este mundo chambón y jodido seremos capaces de vivir cada día como si fuera el primero y cada noche como si fuera la última». Porque así me siento, padezco, sufro, disfruto y me rebelo, en el primer día y en la última noche. En esta mi patria vasca, Euskal Herria.