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¿Cómo fue aquel tiempo de la llamada Transición?


Algunas cuestiones generales que a mi modo de ver la caracterizan: el proceso de transformación de la dictadura franquista a la democracia parlamentaria fue un período muy convulso. Pese al tiempo transcurrido, es un período de nuestra historia que en el debate político sigue levantando pasiones y está demasiado influido por los análisis partidistas.

Hay un riesgo de vaciamiento de su contenido histórico a favor de preocupaciones actuales. Un peligro de reducir una realidad poliédrica a ETA.

El papel del movimiento obrero fue determinante en la crisis del franquismo. La conquista de las libertades y los derechos que hoy gozamos se lo debemos, en gran medida, a la persistente movilización obrera y social de los emergentes movimientos feminista, gay, euskaltzale, antinuclear, ecologista, antimilitarista, de estos años. Es más, tal vez, si no se hubiera dado esta y con la intensidad que se dio, la democracia se hubiera hecho esperar.

Los relatos sobre la Transición han estado sujetos a cambios a lo largo del tiempo, sobre todo a partir de los años noventa del siglo pasado, cuando arranca propiamente el desarrollo del «uso político de la Transición» y las manifestaciones críticas que hoy conocemos. Nunca ha existido una foto fija de la Transición ni una sola narrativa de la misma.

La Transición ha sido idealizada por unos y denostada por otros hasta el punto de considerarla como el origen de los actuales déficits de una democracia a la que espera una segunda transición para ser auténtica, verdadera. José María Aznar contribuyó a popularizarlo con su libro “España. La segunda transición” (1994), una receta cuyo significado era la refundación de Alianza Popular como Partido Popular (PP), el final del «felipismo» y la hipotética sustitución del gobierno socialista por el PP. Pero no fue Aznar quien inventó el término. Este venía al menos desde 1990 y sería reivindicado por ciertos partidos nacionalistas y sectores de izquierda a partir de la primera legislatura del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2008). En tiempos recientes, con la crisis económica de 2008, se ha sumado el término «régimen del 78» para denominar a la democracia española. Para quienes lo reclaman, esta expresión no solo indicaría que la Transición ha conducido a una democracia incompleta, también certificaría el agotamiento del actual modelo político y constitucional.

No fue un proceso planificado y controlado, con una hoja de ruta clara. La realidad fue mucho más compleja, inestable, indeterminada, dramática y abierta de lo que se desprende del relato canónico. Se fue improvisando sobre la marcha, se avanzó por tanteos, en función de la correlación de fuerzas en cada momento. Es un momento en que hay una percepción de que el Régimen está débil, en crisis y en algunos sectores, incluso, en que esa crisis se puede convertir en una salida revolucionaria.

No fue ni idílica, ni ejemplar, ni consensuada.

Fue un tiempo de una gran intensidad ideológica, repleta de ilusiones revolucionarias y fanatismos, de acontecimientos trágicos, de luces y sombras.

La transición estuvo lejos de ser pacífica. Los primeros siete años tras la muerte del dictador son una sucesión de manifestaciones, huelgas, atentados y enfrentamientos. La violencia practicada por la oposición vino principalmente de la mano de las ETAs y algunos grupos de extrema izquierda como el GRAPO. A esto hay que sumarle la violencia de la extrema derecha y la de origen institucional. Todo ello sin olvidar la velada pero evidente amenaza de violencia por parte de importantes sectores militares muy influyentes, presente en todo el proceso y coronada principalmente el 23F, si bien previamente hubo algunos complots golpistas no culminados y algún que otro intento posterior. Una amenaza que, además de existir como telón de fondo, tuvo un efecto nada desdeñable en la redacción de algunos puntos capitales de la Constitución. Es decir, la violencia fue una protagonista destacada que afectó el proceso.

No fue un simple proceso de maquillaje del franquismo.

No se dieron las condiciones para la «ruptura total» con el régimen.

No fueron suficientes ni el respaldo social, ni la fuerza, ni la unidad, ni la disposición de la heterogénea oposición antifranquista para conseguir llevar a cabo la «ruptura democrática», o, para ir mucho más lejos. La «ruptura», tampoco contó con apoyos internacionales sólidos y sí que los hubo a favor de la reforma.

El protagonismo de la sociedad funcionó en las dos direcciones: como impulsor del proceso y como marcador de ciertos límites.

Transición o transiciones: lo que se produjo no fue solamente la transformación de la superestructura política de una dictadura en una democracia parlamentaria homologable a las europeas. Fue una constelación de procesos de transformación económica, social y cultural de la sociedad española. Reconfiguró profundamente el sistema de valores morales del país en ámbitos como la religión, la política y la moral, en lo que constituyen las mayores transformaciones de la sociedad española en un período tan corto de tiempo. Se produjo un radical proceso de secularización; una acelerada revolución sexual que modificó roles de género, marcos jurídicos, costumbres arraigadas e instituciones sociales como el matrimonio y la maternidad; una profunda crisis de la idea de España, del nacionalismo de Estado, la eclosión de fidelidades identitarias alternativas; y un extendido pacifismo de tipo humanista y antimilitarista cuya expresión fueron el movimiento de objeción de conciencia y las movilizaciones contra la OTAN. En estos terrenos se produjo una verdadera ruptura con lo precedente.

A diferencia del Estado, en que los partidos mayoritariamente se acomodaron a la dinámica reformista a partir de 1977, la Transición tuvo en el País Vasco-Navarro una dinámica propia. Se mantuvo la pulsión rupturista en amplios sectores de la sociedad, envuelta en la violencia.