GARA Euskal Herriko egunkaria
GAURKOA

La cicatriz que deja la toga


Visualicemos a esa dama con los ojos vendados, una balanza y una espada. Ahora, sintamos el frío del banquillo de los acusados. Quien se sienta ahí no siempre es alguien que ha cometido el crimen del que se le acusa, sino alguien que encarna una idea que el poder considera un crimen en sí misma. Es el rostro del activista social a quien se le imputan desórdenes agravados, el del artista cuyo sarcasmo es juzgado como ofensa, o el del cargo electo a quien se le atribuye el delito de rebelión por cumplir un mandato. Son la cara de una justicia que, a veces, no juzga hechos, sino que impone máscaras: a tu protesta la llamaré atentado; a tu proyecto político, organización criminal; a tu opinión, delito de odio.

El mecanismo es complicado y está diseñado para quebrar. Comienza con una transmutación: se coge un hecho concreto −una manifestación, un proyecto electoral, una canción− y se le injerta la etiqueta de un delito mucho más grave, uno que genera un profundo rechazo social. Es una alquimia oscura que permite aplicar un castigo excepcional. Aquí reside la clave: el señalamiento y el proceso se convierten en la verdadera condena, mucho antes de cualquier sentencia. Pensemos en quienes intentaron articular un proyecto político, pacífico y, de la noche a la mañana, se vieron acusados de ser el instrumento de una organización violenta. La lógica se invierte: ya no deben demostrar su inocencia, sino probar que no son la encarnación del mal que un juez, en su tozudez, ha decidido que representan. Se les impone una prisión preventiva no por riesgo de fuga, sino como un mensaje de advertencia. Y mientras sus vidas quedan en suspenso, un engranaje mediático repite la acusación hasta convertirla en una verdad aparente. El objetivo no es hallar la verdad, es ganar la batalla del relato.

Quienes han transitado por este calvario describen un dolor que va más allá del miedo o la impotencia. Es la fractura de la propia identidad. Es mirarse al espejo y no reconocerse, porque la imagen que devuelve la sociedad es la del monstruo que han construido para ti. Es un exilio interior, un destierro dentro de tu propia vida. Hablan de una soledad heladora, incluso rodeados de gente, porque el estigma es una barrera invisible que aísla. Amistades que se desvanecen, no por traición, sino por el miedo que el poder inocula en el entorno. Oportunidades laborales que se cierran. Un murmullo constante que te sigue donde vayas.

Este daño deliberado trasciende lo individual para convertirse en una estrategia de control social. El castigo ejemplarizante a unos pocos busca la parálisis de muchos. Genera una prudencia que roza la autocensura, un temor a participar, a disentir, a significarse. Se daña el tejido social, sembrando una desconfianza que perdura durante generaciones. La sociedad se vuelve más gris, más silenciosa. ¿Y qué ocurre cuando, años después, un tribunal superior rebaja las condenas o absuelve de las acusaciones más graves? La reparación es una ficción. Nadie puede devolver el tiempo robado, la salud quebrada, el proyecto vital destrozado. La cicatriz que deja una toga que actuó con prejuicios es imborrable. No es solo la memoria del sufrimiento, es la certeza de haber sido un instrumento en manos de un poder que te usó.

Frente a esta quiebra democrática, la pregunta sobre cómo restaurar la confianza se vuelve ineludible, y la respuesta no reside en parches superficiales, sino en una cirugía profunda del sistema. Es preciso desmantelar la arquitectura de la «pena de banquillo», esa condena que se impone a través del propio procedimiento. Exige acabar con la prisión provisional cuando se usa como herramienta de castigo anticipado y con la obscena teatralidad de las detenciones mediáticas, ese primer acto de degradación pública. Significa asegurar que la dignidad de una persona no sea el primer peaje a pagar, porque cuando el camino al juicio ya es una sentencia, la justicia ha perdido su nombre. Pero esta profilaxis procesal es inútil si la raíz del problema permanece intacta. La despolitización de la cúpula judicial es la condición necesaria para todo lo demás. El sistema actual, donde los partidos negocian los puestos en el Consejo General del Poder Judicial como si fuera un reparto de cromos, crea una cultura de lealtades y afinidades ideológicas que se derrama hacia abajo. Mientras un juez sienta que su carrera puede depender de su sintonía con la narrativa del Estado, la tentación de convertir una sospecha en una certeza seguirá siendo una amenaza latente.

En última instancia, un país no es más que una conversación y un puñado de confianzas. Cuando una de sus conversaciones fundamentales −la de qué es justo− se corrompe, y cuando la confianza en quienes deben impartir justicia se rompe, la estructura entera se resiente. Esto no es un asunto de juristas, sino el pilar de la convivencia. Se trata de decidir si queremos un sistema donde la justicia sea un manantial de agua limpia o un pozo donde sabemos que, de vez en cuando, alguien vierte veneno. Y ante un pozo así, de nada sirve analizar cada vaso; la única solución cabal es tener la valentía de sanear la fuente.