2025 UZT. 28 GAURKOA El soplete racista Nora VÁZQUEZ Jurista y sanitaria Recuerdo el viejo espejo con marco de nogal que había en el recibidor de la casa de mi abuela. Era una pieza solemne, de luna gruesa y biselada, que había visto pasar generaciones. Un día, sufrió un golpe y una finísima grieta, como un cabello de plata, lo cruzó de arriba abajo. No quiso tirarlo. Y, sin embargo, ya nada fue igual. El espejo seguía cumpliendo su función, pero aquella cicatriz lo era todo. Al mirarnos, instintivamente, buscábamos la fractura, esa línea que deformaba un ojo o partía en dos una boca. La grieta se convirtió en la protagonista del reflejo, más importante que nuestro propio rostro. Hay oficios extraños, y he llegado a pensar que uno de los más antiguos y rentables es precisamente ese: el de romper espejos. No hablo de un acto de furia, sino de un trabajo de artesano. No necesitan hacer añicos la realidad, les basta con introducir en ella una única grieta, una fractura precisa, para que nuestra percepción del todo cambie. Su herramienta no es el martillo, sino el relato. Un fragmento de verdad, una imagen descontextualizada con la viralidad de las redes. Y una vez que la grieta está hecha, su trabajo ha terminado. El resto lo hacemos nosotros. Y una tiene que ser honesta consigo misma, lejos de los eslóganes y de los discursos prefabricados. Hay que atreverse a nombrar la verdad incómoda, porque vivir en ella es mucho más duro que hablar de ella. Y la verdad es que la convivencia se ha vuelto áspera. No es una estadística en un informe, es una atmósfera. Es la tensión que se palpa en el centro de salud, es la música a todo volumen que se adueña de la noche y del descanso, es la basura acumulada donde antes había un pacto de limpieza. Es ese hilo de aprensión que una siente al volver a casa por la noche, en calles que antes recorría con la familiaridad de quien pisa el pasillo de su propia casa. El acto que rompe la paz de una comunidad es una deserción. Quien lo comete, sea de donde sea, ha declarado su propia guerra al resto. La falta de respeto no tiene pasaporte y la agresión no habla con acentos. Y aquí no caben paños calientes ni eufemismos: negar esta realidad, ignorar esta quiebra por miedo a la etiqueta que puedan ponerte, es el primer favor que se les hace a quienes viven de atizar el odio. Porque es en esa fisura, en esa herida abierta y real, donde trabajan los propagandistas. Los emprendedores del odio. Y debemos tener claro quiénes son. No son solo cuatro fanáticos en una esquina. A menudo visten traje, ocupan escaños, dirigen medios de comunicación o acumulan millones de seguidores en plataformas digitales. Son nostálgicos de un orden autoritario que nunca fue glorioso como lo pintan, y su combustible es el resentimiento. Detestan la diversidad porque es incontrolable y anhelan un mundo de contornos simples y enemigos claros. Su verdadero proyecto no es la seguridad, sino el poder. Un poder que se cimienta sobre una sociedad fracturada, atemorizada y enfrentada entre sí. Su método es de una simpleza cruel: toman nuestra frustración legítima y, si quien delinque comparte nuestros rasgos, es un individuo, un «caso aislado». Pero si su piel es oscura o su idioma diferente, su acto -idénticamente miserable- se transforma en la prueba que condena a todo su colectivo. La llama de la indignación, justa en su origen, es dirigida con un soplete racista. Nos dicen que la causa de la grieta en nuestra convivencia no es la desigualdad, ni el abandono de los servicios públicos, ni la falta de futuro. Jamás desvelan su proyecto político para atajar nada de eso, sencillamente porque no lo tienen. Su oferta es la de quien, ante tu hambre, no te da pan, sino que te ofrece un cigarrillo. Te lo venden como un gesto de camaradería, un instante de alivio para calmar la ansiedad. Pero su único propósito es el humo: una cortina densa y tóxica de gritos y consignas que nubla la vista, que te deja un sabor amargo en la boca y te impide ver la raíz del problema. Y como el cigarrillo, su ideología te mata lentamente. Mata la empatía, mata el pensamiento complejo y, sobre todo, mata la posibilidad de unirte a otras para exigir una solución real. Es una adicción al odio que te consume por dentro hasta dejar solo el veneno. No. Tras esa pantalla de humo, nos aseguran que la causa de todo es el vecino que llegó ayer. Quieren que persigamos al otro, al diferente, para que jamás levantemos la vista hacia las políticas que nos precarizan. Te presentan una elección falsa: o eres una ingenua que niega los problemas, o eres una de las suyas, dispuesta a señalar y a perseguir. Nuestra lucidez reside, precisamente, en rechazar esa disyuntiva envenenada. Consiste en tener el coraje de mirar la realidad de frente y decir, con la misma firmeza: «Sí, esto está pasando y es intolerable. Y no, no voy a comprar vuestra explicación racista ni a dirigir mi rabia contra quien ordenáis». Es la actitud que exige responsabilidad individual ante el delito, sin importar el origen del delincuente, y que a la vez exige con más fuerza que nunca responsabilidad política ante las causas de fondo que generan la desesperación. Se trata de asumir un camino que no ofrece la satisfacción inmediata del linchamiento ni la comodidad moral de quien mira para otro lado. Es la senda incómoda, la de la restauradora paciente que, como con aquel espejo de la abuela, sabe que la fractura es real. Y que su tarea no es ignorarla ni acabar de romper el cristal, sino empezar el lento y delicado oficio de recomponer los trozos, de buscar los puntos de unión, con tiempo, de limpiar el reflejo para que, un día, podamos volver a mirarnos en él y reconocernos, con nuestras cicatrices a la vista, pero enteras. Es la actitud que exige responsabilidad individual ante el delito, sin importar el origen del delincuente, y que a la vez exige con más fuerza que nunca responsabilidad política ante las causas de fondo que generan la desesperación