2025 URR. 30 GAURKOA Italia arde en silencio Davide DI PAOLA {{^data.noClicksRemaining}} Artikulu hau irakurtzeko erregistratu doan edo harpidetu Dagoeneko erregistratuta edo harpideduna? Saioa hasi ERREGISTRATU IRAKURTZEKO {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Klikik gabe gelditu zara Harpidetu {{/data.noClicksRemaining}} La noche del 16 de octubre, dos explosiones rompieron la calma de una zona residencial cercana a Roma. Las bombas estallaron frente a la casa del periodista Sigfrido Ranucci, director y rostro de “Report”, el histórico programa de investigación de la RAI. El coche en el que minutos antes viajaba su hija fue destruido. No hubo víctimas, pero sí un mensaje inequívoco: en la Italia de Giorgia Meloni, investigar al poder puede costar la vida. Ranucci lleva décadas sacando a la luz lo que el poder político, empresarial y mafioso prefiere mantener oculto: tramas de corrupción, abusos institucionales, las sombras que conectan a la derecha italiana con los restos aún vivos del neofascismo. Su trabajo ha sido incómodo para gobiernos de todos los signos, pero el clima actual ha cruzado una frontera peligrosa. En los últimos años, el Ejecutivo ha colonizado los medios públicos, multiplicado las querellas judiciales contra periodistas y alimentado un discurso de odio que legitima el señalamiento. Hoy, el miedo vuelve a ser un instrumento político. El atentado contra Ranucci no es un hecho aislado: forma parte de una deriva autoritaria que se extiende por Europa bajo el barniz de la respetabilidad democrática. En Italia, el poder se viste con los colores de la bandera y se arropa en el lenguaje de la patria, pero en el fondo aplica la misma receta de siempre: controlar la información, criminalizar la disidencia, domesticar la cultura y el pensamiento crítico. La derecha de Meloni ha entendido que el periodismo libre es un obstáculo. Por eso lo asfixia con demandas, lo expulsa de la televisión pública o lo desacredita desde los púlpitos mediáticos afines. Y cuando no basta con la censura institucional, aparecen las amenazas, los sabotajes y las bombas. No hay diferencia sustancial entre el acoso administrativo y la violencia material: ambos buscan lo mismo, que los periodistas callen. El atentado contra Ranucci llega, además, el mismo día en que se recordaba el asesinato de Daphne Caruana Galizia, la periodista maltesa asesinada por investigar la corrupción de su país. No es una coincidencia, sino un recordatorio: el periodismo que investiga el poder es un blanco común para todos los autoritarismos, de derecha o de centro, revestidos de religión o de mercado. Cuando un periodista debe trabajar bajo escolta o teme por su familia, la democracia deja de ser tal. Porque la libertad de prensa no es un privilegio profesional: es la condición que permite que un pueblo conozca los abusos de quienes lo gobiernan. El atentado contra Ranucci es, por tanto, un ataque directo a la ciudadanía italiana, una advertencia a todos los que creen que la información sigue siendo un derecho y no un producto de consumo. Los gobiernos autoritarios no solo persiguen el silencio: fabrican ruido. Distracciones, escándalos artificiales, debates falsos sobre moral o seguridad, mientras en las sombras se desmantelan los mecanismos de control democrático. Italia ha retrocedido en libertad de prensa hasta ocupar los últimos puestos de la Unión Europea, pero el dato estadístico es solo una superficie: lo que se erosiona es la confianza colectiva en la verdad, la posibilidad misma de distinguir entre información y propaganda. El hallazgo de balas frente a la casa de Ranucci meses atrás evocaba los años de plomo, cuando Italia se debatía entre el terrorismo de Estado, la violencia de extrema derecha y la represión. Hoy las formas son distintas, pero el objetivo es idéntico: imponer el miedo como norma. Los mismos sectores que entonces soñaban con «orden y obediencia» han encontrado en el neofascismo institucional su nuevo hogar político. Y en ese contexto, el periodismo crítico se convierte en un enemigo interno. La RAI, convertida en un aparato gubernamental, somete a vigilancia los contenidos de “Report”. Se vigila, se filtra, se castiga. Se usa la justicia para disciplinar. Se usa el odio como método. Frente a la violencia del poder, la respuesta no puede ser la neutralidad. La neutralidad es complicidad. Lo que está ocurriendo en Italia −y en buena parte de Europa− exige una solidaridad activa con quienes siguen investigando, informando, resistiendo a la censura y al miedo. Defender a Ranucci no es defender a un periodista concreto: es defender el derecho colectivo a saber, a preguntar, a incomodar. Hace unos días, las bombas han estallado frente a una casa en Roma, pero su eco resuena en todos los rincones donde el poder teme a la verdad. En cada redacción intimidada, en cada medio independiente perseguido, en cada voz crítica convertida en objetivo. Sigfrido Ranucci ha dicho que no se callará. Que seguirá haciendo periodismo. Que no cederá al miedo. Su coraje es un espejo incómodo para una Europa que mira hacia otro lado mientras sus libertades se desmoronan desde dentro. Si el fascismo moderno no necesita camisas negras sino algoritmos, censura selectiva y amenazas veladas, entonces la respuesta debe ser la misma que en el pasado: solidaridad, organización y palabra libre. Porque cuando el periodismo cae, no cae solo una profesión: cae una sociedad entera. Lo que está ocurriendo en Italia −y en buena parte de Europa− exige una solidaridad activa con quienes siguen investigando, informando, resistiendo a la censura y al miedo