2025 AZA. 12 GAURKOA El conejo Nora VÁZQUEZ Jurista y sanitaria {{^data.noClicksRemaining}} Artikulu hau irakurtzeko erregistratu doan edo harpidetu Dagoeneko erregistratuta edo harpideduna? Saioa hasi ERREGISTRATU IRAKURTZEKO {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Klikik gabe gelditu zara Harpidetu {{/data.noClicksRemaining}} Una ya no sabe muy bien cómo contar que ha vuelto de un viaje. Lo intenta, con la desgana propia del que teme la interpretación ajena. Empieza una a describir la luz de una callejuela en Ámsterdam, o el sabor de algo que comió sin saber qué era, y de pronto nota el silencio en la mesa, ese silencio que no es de atención, sino de cálculo. Un silencio que mide. Mide tu alegría, mide tu gasto, mide la pequeña superioridad momentánea que te da el haber estado fuera mientras los demás seguían aquí, bajo el mismo flexo. Entonces una se calla, o rebaja la anécdota, la convierte en una queja −qué caro todo, qué cansancio el avión− para que los demás puedan respirar tranquilos, para que la envidia, ese animalillo agazapado, no tenga que moverse. Es esa especie de vicio defensivo. Un hartazgo preventivo. La vida cotidiana se ha llenado de estas pequeñas trincheras invisibles. Se sonríe un poco menos de la cuenta por si acaso. Y es en ese caldo de cultivo, en esa fatiga de la autenticidad, donde germina la otra cosa. La gran cosa. La doble cara que ya ni siquiera es doble, porque la original casi se borró de no usarla. Es el mundo de la aspiración, que es una forma educada de llamar a la codicia. Y en ningún sitio refulge esa pátina como en el escenario político, aunque en realidad solo es un espejo de aumento de la oficina, de la comida familiar, de la amistad con condición... Allí están. Los vemos. No son personas malas, no en el sentido teatral de la palabra. Son, simplemente, personas que un día decidieron que el esfuerzo recto, el trabajo que suma sin restar a otro, era un camino demasiado largo y, sobre todo, demasiado discreto. El que aspira de verdad no quiere hacer, quiere llegar. Y para llegar rápido, el único vehículo es el que funciona con el combustible del otro. Empieza siendo algo pequeño. Un rédito que no te correspondía, una idea que escuchaste al pasar y que presentaste como propia en la reunión de las diez. Un silencio calculado cuando alguien elogia al compañero que te hace sombra. Gestos mínimos. Pero ese es el asunto con el vicio: pide más. Más y más. Y una se acostumbra a la adrenalina de la pequeña transgresión, al sabor metálico de la victoria injusta. Y entonces, sin que haya un día marcado en el calendario, la cara se reconfigura. El objetivo ya no es ganar; el objetivo es que el otro pierda. El fin último es la demolición. Pisar. Pisar no como accidente, sino como estrategia. Se pisa con una amabilidad exquisita, con un memorando bien redactado, con una filtración oportuna. Se pisa con el halago al superior, que es la forma más sofisticada de amenaza al igual. Una observa a ese conejo, el conejo político, el conejo de despacho. No cava su madriguera hacia abajo, buscando la oscuridad segura de la tierra, la protección contra el invierno. Qué va. Ese conejo cava hacia los lados. Su trabajo es una excavación frenética y superficial. Su madriguera es un laberinto de un palmo de profundidad que se extiende bajo los pies de todos los demás. No busca cobijo; busca minar el terreno del vecino. Y no la forra con la hierba suave que recoge con esfuerzo; la forra con los mechones de pelaje que arranca a otros conejos mientras duermen, con los restos brillantes de la comida que otro recogió. Es una madriguera que no protege de nada, pero que es visible desde lejos. Un monumento a la actividad febril. El zorro, aquí, es lo de menos. El zorro vendrá, claro, siempre viene. De una forma u otra. A todos nos pasa. Pero el verdadero peligro de ese conejo es el otro conejo que cava igual que él. Y mientras tanto, ocurre el vaciado. El endiosamiento. El que empezó queriendo una silla mejor, ahora quiere la planta entera. Y cuando la tiene, mira por la ventana y solo ve el edificio de enfrente, que es más alto. Se convierte en un ser sin personalidad propia, porque la personalidad requiere pausa, requiere duda, requiere la capacidad de hablar de un viaje a Ámsterdam sin calcular el efecto. Su «yo» es solo una colección de ataques, una suma de ambiciones ajenas que ha hecho suyas. Se vuelve incapaz de hablar. Solo emite comunicados, incluso cuando pide el pan. Ya no hay afuera, ni adentro. Solo escenario. Y entonces, ¿cómo confiar? La desconfianza se vuelve el aire, una cosa que se respira sin darse cuenta, y ya está dentro. Una mira a la otra, a la que le sonríe de vuelta, y ya no ve la sonrisa. Lo que ve es el mecanismo, los hilos. Y el pensamiento agrio se instala, ahí, en la boca del estómago: ¿Es honesto esto? ¿Queda algún interés tan puro, sin doblez, o es solo la antesala de la próxima jugada? Es el miedo viejo al puñal en la espalda, el miedo a darse la vuelta y encontrar la tramoya. Al principio una lucha, por supuesto, una intenta creer, se aferra a la idea de que no, de que la gente es de fiar en el fondo. Pero la fatiga es implacable, va minando. Hasta que llega un punto en que casi da igual. Y ese «casi», esa rendición menuda, es la tragedia. Ahí dejamos de ver a las personas con luz, porque la sospecha es un velo opaco que una misma ha echado encima. Un velo que, de tanto llevarlo puesto, olvida que se lo puso, y acaba creyendo que la opacidad es de las cosas, del mundo, y no de los propios ojos. La gente, alguna, ve el espectáculo con la misma fatiga con la que renunciaron a contar su anécdota del viaje. Y saben, sobre todo, la ley fundamental de la física social: cuando alguien pisa a otro para subir, no solo aplasta al de abajo; compacta el suelo bajo sus pies. Y ese suelo, ese rencor acumulado, esa masa de dignidad pisoteada, espera. Porque el suelo, cuando se le ha comprimido tanto, devuelve el golpe con una fuerza multiplicada. Y no hay madriguera superficial, por muy ancha que sea, que soporte esa sacudida. Cuando alguien pisa a otro para subir, no solo aplasta al de abajo; compacta el suelo bajo sus pies