2025 AZA. 30 GAURKOA El viejo árbol Aitxus IÑARRA Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación {{^data.noClicksRemaining}} Artikulu hau irakurtzeko erregistratu doan edo harpidetu Dagoeneko erregistratuta edo harpideduna? Saioa hasi ERREGISTRATU IRAKURTZEKO {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Klikik gabe gelditu zara Harpidetu {{/data.noClicksRemaining}} Sobre una rama seca/ Un cuervo se ha posado (“Atardecer de otoño”, Matsuo Bashō). Quién no ha sido ese caminante que recorre entre viejos árboles y senderos de amapolas, caléndulas y lavandas, sumergido en una naturaleza llena de vida, respirando su belleza en ese espacio inasible. Vivimos la presencia de la naturaleza en nuestras vidas pues somos parte ineludible de ella, contactamos exteriormente con ella a través de los sentidos. Y de la misma manera que las llamas, las brasas, el calor y el resplandor son inherentes al fuego, el mineral, el vegetal, el animal y el humano no son sino expresiones de la naturaleza. Siendo pasajeros en tránsito de ese aparente caos ordenado, la naturaleza es ese algo dinámico y cambiante. En ella los sonidos de las aves, el rumor de la vegetación y el silencio subyacente de la naturaleza contribuyen a nuestra calma. Ella es un enigma que no se puede aprehender intelectualmente, ni se puede llegar a ella de forma integral desde la ciencia. Somos uno con ella, con esa fuerza creadora energética. Ella es un misterio que emerge en un universo cambiante, una inteligencia subyacente de la que no somos sino una especie más. Sin embargo, a diferencia de los pueblos indígenas, que han cuidado y agradecido a la naturaleza, a sus bosques, plantas y animales, a la lluvia y al sol mediante ritos y oraciones, la mayoría de los humanos somos firmes depredadores de ella y hemos ido desconectándonos cada vez más. Así, encerrados en un universo cada vez más digital, más artificial, nos hemos ido alejando de ella, hasta el punto de ocasionarnos estados poco saludables llegando, como comenta R. Louv en su libro “Volver a la naturaleza”: a sufrir el «trastorno de déficit de naturaleza». Esa falta de relación influye en nuestras vidas. Siempre ha sido así. Pero en el siglo XXI nuestra supervivencia (o nuestra prosperidad) precisará un marco transformador para dicha relación, un reencuentro entre los humanos y el resto de la naturaleza. Su poder e imprevisibilidad es tal que tanto nos puede perturbar con sus catástrofes como maravillar con su inesperada belleza. Y en ese lugar ancestral sobresale la hermosura del viejo árbol, su porte denso, su callado saber, sin heroísmo ni hazaña. Oteador y testigo de la vida que transcurre bajo él. Invisible ante la agitada vida mental del humano. Centinela de lo múltiple entre los ecos de una humanidad vagando. En su aparente inmovilidad muda, el árbol nudoso va mutando lentamente, casi en secreto, siendo la luz, la tierra y el agua sus aliados. Cuando hace comunidad, el bosque forma un todo, un ecosistema donde fauna y flora se comunican, y los árboles comparten información y nutrientes con sus congéneres. Interactúan asimismo con las plantas, los líquenes, los musgos y con gran diversidad de insectos, aves y otros animales, una comunidad que incluye al ser humano. Su leña da calor en el hogar, su madera ha formado y forma parte necesaria en muchos ámbitos de la vida cotidiana, siendo material esencial de muebles, de herramientas, también en la arquitectura o en el mundo del arte... aportando eficacia, calidez y belleza. Pero qué es un árbol. Para el científico quizás solo una suma de datos, un beneficio lucrativo para el empresario de maderas, un reto para el aizkolari. Pero también es, siempre, desconcertante ante la mirada nítida del niño y novedoso ante el contemplador. Posee para el humano una gran carga simbólica. En el ámbito judeocristiano, el Jehová de la Biblia prohíbe al hombre comer del árbol del conocimiento, de la ciencia del bien y del mal. También diferentes árboles han sido y son elementos significativos en muy diferentes contextos apareciendo en torno a personajes emblemáticos. Así, Hipócrates del siglo V-IV a. C., fundador de la medicina, se reunía para enseñar con sus discípulos bajo un plátano. Buda debajo de una higuera (bhodi) alcanzó la iluminación. También la higuera, pero en un sentido muy diferente, según Lucas, fue maldecida por Jesús, por no dar frutos. Adorado, asimismo, como elemento indispensable en las ceremonias y en la ritualidad, sagrado e icono de muchos pueblos. En nuestro país tenemos como símbolo de las libertades el roble, cantado colectivamente en el “Gernikako arbola”. Cada vez hay una conciencia mayor con respecto a los árboles y la naturaleza. En Euskal Herria sigue en marcha el proyecto del bosque perimetral que rodea Tafalla, ahora ampliado para que los ciudadanos puedan plantar árboles por sus fallecidos. Tal como lo expone Mauricio Olite: «El Bosque de la Vida es una aportación a toda la comunidad tafallesa que pretende contribuir a naturalizar la muerte y anima a familiares y amigos a dar vida a un árbol cuando un ser querido fallece». Posteriormente prevén plantar árboles relacionados con el nacimiento de criaturas humanas, lo denominan el Bosque del Futuro. De esta manera, todo el ciclo vital del ser humano queda completado en el ámbito del bosque. En su sigilo arbóreo sigue su desarrollo desde la semilla hasta que emerge. Y ya erguido extiende sus ramas y hojas hacia el cielo, transformándose a lo largo de las estaciones en sus diversas geometrías, en sus tiernas sinuosidades, guardando en los anillos del tronco la memoria de los cambios climáticos asemejándose a una mujer, añosa y sabia, aceptadora de su cuerpo y conocedora de su mente. Ese viejo árbol de arquitectura centenaria, dador de frutos y protector con su sombra, recibe la luz, el resonar y la fuerza del viento y la lluvia, y armonioso en su no-esfuerzo, natural, nos acompaña en silencio. En Euskal Herria sigue en marcha el proyecto del bosque perimetral que rodea Tafalla, ahora ampliado para que los ciudadanos puedan plantar árboles por sus fallecidos