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NARRATIVA

Reanudar la vida


No se anda con chiquitas la escritora francesa Delphine de Vignan (Boulogne-Billancourt, 1963), no se dedica a cantar la belleza de las florecillas del campo, sino que su ojo, y su pluma, enfocan allá donde residen las «enfermedades de la cabeza». Y no se va por las ramas a no ser que nos refiramos a las del árbol genealógico, en las que rastreó en su anterior novela, «Nada se opone a la noche», en la que trataba de hallar las causas de la misteriosa muerte de su madre, que había sido precedida por la de varios parientes próximos. La madre había dado inequívocas muestras de comportamientos delirantes por lo que fue ingresada en el psiquiátrico de Sainte Anne; en la presente ocasión, la ingresada es ella. Laure, que acaba en el hospital debido a su preocupante estado físico: treinta y seis kilos de peso para su metro setenta y cinco de estatura.

Con diecinueve años, Laure no puede con su cuerpo (más bien con sus huesos), se agota, se cae, no puede aguantar el enorme frío que le asalta y, al final, como si de una renuncia a sus principios se tratase, acepta acudir a un hospital en donde va a ser tratada de su enfermedad, a la que hasta entonces ella no había considerado tal y no había puesto, ya que ni lo conocía, su debido nombre: anorexia. El abstenerse de comer había jugado en ella el papel de una droga a la que no te puedes negar, era como salirse del mundo, de la normalidad, era diferenciarse... pero el físico se quebraba ante el impulso de la mente (Laron, que como Pepitogrillo le tentaba de manera permanente); «dejo de comer para controlar en sí misma el exceso de alma, vacío su cuerpo del ansia indecente que la devoraba, que había que acallar». En el hospital comienza la lucha por cebar a la joven y a muchas de las jóvenes que le rodean y con las que entabla una estrecha amistad (un par de mujeres argelinas, una señora de nombre Bauer, una estudiante que prepara sus exámenes), «el club de los esqueletos... una tribu heterogénea y disparatada: toxicómanos, ulcerosos, anoréxicos, inadaptados y achacosos de toda laya gimotean a una», y... la señora de bata azul que es una metete y no hace sino dar consejos, y una serie de personas cuyo problema es también de báscula pero a la inversa, es decir, pesan los cien pasados: del lado del personal del establecimiento, cierta lástima al comprobar aquel esquelético cuerpo -entre Auschwitz y Etiopía-, alguno de ellos, Anouk, que se empeña en conseguir provisiones para Laure, de modo que en el momento de salir tenga suficiente alimento en la despensa, para no recaer. De todos estos últimos de todos modos quien tiene un poder entre hipnótico y seductor con la muchacha va a ser el doctor Brunel que fue quien le convenció para ingresar en el centro, que le marca las calorías a ingerir, el que controla la báscula y el que le cuenta historias que entretienen y atraen a la joven.

En ella se comienza a dar una recomposición del cuerpo, con una sonda que le transmite el alimento de la nutribomba, con dolores y otros efectos secundarios, con recuerdos del pasado personal y familiar y algunos desencadenantes de su cese de comer, y un torbellino mental que a veces le hace resistir al camino en el que está embarcada... hasta alguna trampilla para subir el peso para poder salir de allá; sentimiento de que sin la enfermedad no es nada, ya que ella es la que le une a la existencia, a pesar que de hecho le conduzca a la muerte.

Se preguntaba Spinoza hasta dónde puede llegar el conocimiento de un cuerpo, Laure desde luego acaba conociendo sus tendencias corporales -las de antes y las cambiante de ahora- y luchando contra la mente que al final es la que le exige la contención física y le ancla al pasado y a las asociaciones con él, y la escasez se contagia a la prosa que huye de toda ampulosidad y frases largas y grandilocuentes., desgranando su estado y narrándolo con una prosa despojada. ¡Ah, eso sí! Una nota musical: el cantante al que se alude en la página 144 no es Claude Nogaro, sino Nougaro.