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La interminable guerra afgana

«Libertad Duradera»: crónica de un fracaso anunciado en Afganistán

Finales de 2001. Herido en su orgullo por los ataques del 11-S, EEUU iniciaba la operación «Libertad Duradera» en Afganistán y derrocaba a los talibanes, reinstaurando en el poder a los señores de la guerra que arruinaron en los noventa la victoria contra el Ejército soviético. 13 años después, Obama no encuentra el modo de cumplir la promesa de retirada de sus tropas mientras el país se prepara para una nueva ofensiva de los talibanes y de sus aliados. Su objetivo, reconquistar Kabul.


En los últimos 200 años, Afganistán ha logrado desafiar el principio universal de que «todo cambia, nada permanece». Al contrario, este país estratégicamente situado en Asia Central, centro de un triángulo cuyos vértices son el este del continente (China), Rusia y el polvorín de Oriente Medio, sigue mostrando que la historia no avanza y que, de hacerlo, lo hace hacia atrás en el tiempo.

Ya sus primeros líderes políticos en la era «moderna» -si realmente puede aplicarse ese calificativo al siglo XIX en Afganistán- desecharon una y otra vez, e invocando el carácter indómito de sus habitantes, los cantos de sirena del imperio británico, que pretendió sin éxito imponer a los afganos su civilización y su visión colonial. Ni siquiera lograron que accedieran a construir una vía férrea, símbolo de la modernidad de la época, para comunicar el país.

Resultaría, sin embargo, muy simple -y tranquilizador para nosotros, los occidentales (en el sentido más amplio del término)- explicar esa terquedad indomable por la sique de los afganos. Craso error. Los sucesivos imperios, desde el británico al estadounidense pasando por el ruso-soviético, han sido corresponsables al intentar imponer cambios a los afganos no ya sin su consentimiento sino manu militari. No resulta pues extraño que muchos -aunque no todos- en Afganistán identifiquen modernidad con ocupación y caos. Así, de momento no ha nacido imperio que haya conseguido imponer la «pax romana» en Afganistán. Y todos los intentos se han saldado con derrotas.

Primero fueron los británicos los que lo sufrieron en carne propia. En plena pugna con la Rusia zarista por el control de Asia central, el Ejército británico invadía Kabul en febrero de 1838. La resistencia de los afganos, que hostigaban sin cesar a los ocupantes con una guerra de guerrillas, forzó a los británicos a una rápida retirada. El rey Dost Mohamed Jan prometió al general Elphistone que sus 16.000 soldados no serían hostigados en su retirada en diciembre de 1841. Todos ellos fueron masacrados en el paso de Jiber. Solo sobrevivió un médico militar en la más vergonzosa derrota del imperio británico de su larga historia.

Que un imperio no puede fiarse de los afganos quedó demostrado el 15 de febrero de 1989, cuando la última columna de tanques del Ejército Rojo cruzaba de vuelta el Puente de la Amistad que comunicaba el país con la entonces república soviética de Uzbekistán.

Diez años antes la URSS invadía el país para intentar apuntalar a un gobierno comunista títere en Kabul y para poner fin a las luchas intestinas en el seno del Partido Democrático del Pueblo de Afganistán (PDPA). La historia de aquella época es una sucesión constante de golpes de Estado y de luchas a muerte por el trono. La deriva posterior de Afganistán puede invitar a repensar aquella época como positiva (en cuanto a situación social y derechos de la mujer). Un revisionismo que, en todo caso, pasa por alto que la mayoría del pueblo afgano, el Afganistán rural y de provincias, rechazaba la invasión y, como corolario, las mejoras que podía suponer en términos políticos y sociales.

El hecho de que EEUU, vía Pakistán, financiara a los insurgentes afganos -y a los árabes que fundarían Al Qaeda- no invalida el principio de que se trató de una guerra de liberación. El problema era el concepto de libertad de los líderes de los mujahidines afganos, un concepto ultrarreligioso -alimentado además por Occidente y Pakistán contra el ateismo soviético- del que hay que insistir en que participaban todos los insurgente, desde el comandante tayiko Massud (el León del Panshir) hasta el pastún Gulbuddin Hekmatyar.

La tumba para la URSS

Los historiadores coinciden en que la derrota soviética de Afganistán fue decisiva para el final de un imperio creado tras la II Guerra Mundial y que utilizaba el llamado socialismo real como cobertura ideológica para la restauración del poder de Rusia en el mundo.

Con el PDPA neutralizado tras la retirada soviética, los muyahidines entran en Kabul y comienza una lucha fratricida entre los distintos señores de la guerra que solo acabará en 1996 con el triunfo talibán. Contra lo que es ya lugar común al hablar de Afganistán, EEUU no financió ni ayudó a los muyahidines que luego se convertirían en talibanes. Estos luchaban en el frente del sur de Afganistán (Kandahar) y los principales beneficiarios del dinero y armamento occidental (e iraní) eran los pastunes del este, los tayikos del norte y los hazaras del oeste.

Los talibanes se sublevaron indignados por el caos que reinaba en el país y por lo que consideraban una traición de los líderes muyahidines, que no habían cumplido su promesa de islamizar la sociedad y habían creado sus reinos de taifas donde el despotismo estaba a la orden del día. Pakistán, entonces sí, ve en los talibanes una oportunidad de oro para afianzar su poder en Afganistán y los lleva en volandas al poder en Kabul.

Cinco años escasos durará el poder talibán en la capital. Un desgobierno absoluto en el que la única guía era retrotraer a Afganistán a los tiempos del profeta Mahoma con castigos y. prohibiciones a cual más severa, absurda y sangrienta.

Con todo, los talibanes nunca consiguieron derrotar a la Alianza del Norte, liderada por el tayiko Massud en el valle del Panshir. Y EEUU utilizaría a esta fuerza como quinta columna en sus bombardeos contra los talibanes, iniciados en el otoño de 2001. Le bastaron dos meses para forzar la retirada talibán de su último feudo de Kandahar. Pero Massud ya no estaba. Dos días antes del 11-S, moría en un atentado suicida con explosivos perpetrado por dos miembros de Al Qaeda que se hicieron pasar por periodistas.

Comenzaba así una ocupación en la que EEUU colocó en el poder a su hombre en Afganistán Hamid Karzai, miembro de la tribu pastún de los durrani (todas las últimas dinastías reales afganas han salido de esa etnia). Karzai, el «alcalde de Kabul», instaura un régimen que mantiene incólumes los virreinatos de los señores de la guerra.

Y los talibanes demuestran que lo suyo fue una retirada estratégica. De año en año incrementa sus ofensivas guerrilleras, secundadas por atentados cada vez más espectaculares, incluso en el corazón de Kabul y en el norte del país.

Otra promesa de Obama

En esas estamos cuando Obama llega al poder en Washington y promete acabar con las guerras iniciadas por Bush en Irak y Afganistán. Ello no le impide, en este segundo caso, incrementar las tropas que participan en una «guerra buena», en sus propias palabras.

En paralelo, Karzai trata de buscarse una salida política y personal intentando abrir un proceso de negociación con los talibanes vía Qatar. El proceso encalla por la poca voluntad de su patrón estadounidense, por la desconfianza de los talibanes y por la propia debilidad de un Karzai quemado políticamente y acusado (oportunamente por Wasghington) de corrupción. Karzai ha sido sustituido tras las elecciones de junio por su ministro de Finanzas, el también pastún Ashraf Ghani Ahmadzai, mimado también por EEUU y en su día dirigente del Banco Mundial. El nuevo presidente se ve obligado a compartir el poder con su rival, el tayiko Abdullah Abdullah, quien había denunciado un fraude electoral masivo y al que Washington nombra jefe del Gobierno (una figura inexistente hasta entonces).

El futuro de este reparto del poder se augura difícil. Más si tenemos en cuenta que la terna en el poder la completa el señor de la guerra uzbeko Rashid Dostum, un carnicero acusado de un sinfín de crímenes de guerra.

El presidente Ghani no tardó un día en el poder para desbloquear el conflicto planteado por Karzai y para firmar el Acuerdo de Seguridad Bilateral (BSA) con EEUU por el que Washington se reserva el derecho de mantener tropas de combate y les garantiza impunidad absoluta.

Porque Obama -voluntariamente o por presiones de los altos mandos militares- ha decidido incumplir su promesa de retirada total el 31 de diciembre de 2014. Lo que inicialmente estaba previsto como un contingente de reserva de casi 10.000 soldados para seguir adiestrando a un Ejército afgano cuya capacidad de enfrentarse a la resistencia está cada vez más puesta en duda se va a convertir en un contingente de 12.000 efectivos que seguirán participando en misiones de guerra.

La operación «Libertad Duradera», que no ha llevado libertad alguna a los afganos, perdura rebautizándose como «Apoyo Resuelto». Resuelto apoyo que el presidente de EEUU, escaldado acaso por haber tenido que regresar apresuradamente a Irak tras la irrupción del Estado Islámico, asegura terminará con la salida del último soldado estadounidense en diciembre de 2016 (Obama dejará la Casa Blanca en enero de 2017).

Pero eso dependerá del alcance de la ofensiva de los talibanes y de sus aliados de la red Haqqani y del partido Hezb-i-Islami, del también pastún Hekmatyar. Obama alberga la esperanza de que se cumpla, esta vez sí, su nuevo y último calendario y su escenario de pesadilla sería un sálvese quien pueda (Vietnam) como los que protagonizaron antes británicos y rusos.

Pero eso ya no depende de él. Depende de los afganos. De un país que se niega a importar democracias, sean populares o representativas. Un país condenado a vivir eternamente mirando atrás. Y en el que todos los imperios cometieron el mismo error. El de pensar que eran los dueños del tiempo de los afganos. Estos nunca tienen prisa pero siempre siguen ahí.