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De su debilidad a nuestra fuerza


Cualquier persona que coloque su mirada sobre la actualidad de «España» no dudo que creerá encontrarse frente a algo así como una nave que hace agua, mientras en su puente de mando unos se cruzan acusaciones, otros vigilan los bolsillos, algunos viven en la propaganda de sus universos paralelos, todos se preocupan no más que por sus intereses partidarios y ninguno es capaz de ofrecer una alternativa válida ni a los problemas flagrantes ni a los conflictos que se arrastran.

Y es que los temas que afectan al Estado español no son asuntos menores, ni tampoco provocados por una coyuntura específica que se pueda solventar con un apaño más o menos afortunado. La situación es de muy profundo calado y ofrece una sensación de quiebra general que pone en cuestión la propia composición del Estado tal y como fue diseñado a mitad de los años 70.

La población del Estado español percibe con nitidez esos reflejos de crisis general. Porque cuando no surge un nuevo escándalo aparece otro fraude; sátrapas a cara descubierta, distinguidas personalidades pasto de sumarios judiciales, pilares morales de España envilecidos por la codicia y la vanidad, presuntas eminencias que pasan del traje de más de mil euros al pijama de rayas... Es tal el esperpento que hasta un niñato engominado irrumpe en los titulares de actualidad política como un urdidor precoz de tramas a la mayor gloria de España.

En los últimos tiempos, el sistema español ha ido, así, perdiendo la imprescindible legitimidad y confianza de los ciudadanos, al tiempo que su camorra política no solo no avanza del «y tú, más» sino que tampoco puede echar la mirada hacia adelante con la debida responsabilidad de futuro porque en el seno de los partidos lo que se prodigan no son las ideas sino las puñaladas entre clanes.

Nos encontramos ante el fin de un largo ciclo político. Pero también es evidente que en España no hay un Estado capaz de llevar adelante sin traumas una transición que haga posible el paso de este ciclo amortizado a otro nuevo. A día de hoy, el Estado español no tiene alternativa para afrontar otro ciclo político que dé solución a los problemas de diseño estructural y resuelva los contenciosos de soberanía y territorialidad de las naciones que viene ocupando de manera ilegítima desde hace siglos.

La tesitura frente a la que se encuentra es particularmente peliaguda porque es consciente de que los mimbres con los que se hizo el cesto de la llamada «transición» ya no sirven ni para este tiempo ni para estas generaciones, por mucho que proclame lo contrario su nuevo rey. Aquellos vergonzantes apaños que pretendieran dignificar con la etiqueta de «consenso», el contubernio del bipartidismo para repartir dividendos o el diseño autonómico con el fin de satisfacer regionalistas de todo pelaje y encarcelar naciones son columnas que han colapsado y sobre las que ya no se puede construir nada. Incluso la izquierda española, narcotizada durante decenios, parece que comienza a despertar gracias a las generaciones que no mamaron de la leche cortada del postranquismo constitucional.

Así, el Estado español sabe que a estas alturas no se puede recomponer planteando una reforma de aquella reforma sobre la que mutó la dictadura a mitad de los 70. Redecorar aquello no sirve y es imprescindible una alternativa, de la que carece.

Además, contenciosos históricos como el de Euskal Herria y Catalunya están ahora en una fase que poco tiene que ver con aquella de la que datan sus estatutos. Nuestros pueblos no tolerarán una solución que no pase por el reconocimiento de las soberanías nacionales y el derecho a decidir. Esto lo saben bien. Lo sabemos todos.

Hemos abundado en la crisis y debilidad del Estado español y lo que significa de oportunidad para nuestra lucha. Pero hablar de debilidad de España no equivale a menospreciar su potencia. Ni mucho menos. España es un Estado, y todo Estado tiene en sus manos una inmensa disponibilidad de medios de todo tipo para hacer patente sus intenciones e imponerse por encima incluso de la voluntad de los ciudadanos.

España, como Estado, por muy en situación de decadencia que esté, tiene recursos más que suficientes para alterar el tablero o condicionar cualquier coyuntura. Es más, la experiencia nos advierte de que cuando está más débil y acosada siempre recurre al palo para sobreponerse a la impotencia. Cuando no ha encontrado alternativa que dar ha acudido a la fuerza, que tiene muchas y variadas formas de expresión.

Así pues, ya hemos dejado claro que no valen caminos ya andados; tampoco aguas que ni en su tiempo movieran debidamente molinos para que fueran útiles para nuestro pueblo. Básicamente, los dilemas ante los que nos plantamos hoy en día son los mismos de hace casi 40 años: reforma de la reforma o ruptura democrática. Eso sí, ahora estamos en una fase superior de nuestra lucha por la liberación nacional y social de Euskal Herria y contamos con un formidable bagaje de experiencias.

Aunque pudiéramos decir que la foto general es parecida a la de aquel tiempo, resulta que ya no somos los mismos, estamos en mejores condiciones y sabemos bastante más. Tenemos todas las cartas en la mano para ganar, para que, esta vez sí, triunfe Euskal Herria; para que el pueblo vasco sea dueño de su porvenir.

Planteamos la ruptura democrática y la vía vasca a la soberanía. Y lo hacemos en un contexto en el que el Estado no solo carece de alternativa para nuestras reclamaciones nacionales sino que incluso se niega a tener una visión democrática. El Estado español no tiene agenda democrática ni la tendrá. Y quiero repetir esto porque ya ha dejado suficientemente sentado que no está dispuesto a reconocer en manera alguna nuestro derecho a decidir.

España no admite que lo que considera partes de su territorio puedan decidir sobre su futuro de manera libre y democrática. Para ellos, reconocer el derecho a decidir sería como admitir la posibilidad de secesión de una parte de su indivisible país. Evidentemente, el Estado español no está por esa labor; nunca lo estará.

Como hemos recordado muchas veces; la raíz de nuestro contencioso histórico es un conflicto de soberanías: la del Estado español sobre Euskal Herria frente a la lucha del pueblo vasco por la recuperación de la suya.

En estos parámetros de la lucha de liberación nacional, el bipartidismo gestor del Estado español no ofrece fórmulas que aborden el substrato del contencioso.

El PP ni se plantea buscar soluciones porque incluso niega que pueda existir conflicto político. Para la derecha española todo es asunto de «músculo de Estado»; llámese en unos casos represión dígase en otras «Ley», pero siempre supremacía de la idea de España sobre cualquier otro sentimiento nacional que la ponga en cuestión. No hay necesidad de buscar una solución cuando no existe un problema.

Por su parte, el PSOE no va mas allá de eso que llama «federalismo asimétrico», una curiosidad fatua que ni el más lumbreras de sus ideólogos ha sido aún capaz de poner negro sobre blanco. Es algo así como un mantra hueco con el que creen que a fuerza de repetición cubren su incapacidad de colocar sobre la mesa algo coherente. Es una forma un tanto religiosa de hacer política, y así, desde luego que no se arreglan los problemas.

Ni el Estado ni sus partidos gestores tienen alternativa para Euskal Herria. Por eso, no sirve de nada tener un ojo puesto al otro lado del Ebro para ver qué aires vienen o cómo modulamos mejor el mensaje para que nos entiendan. De allá no va a venir nada porque a nada están dispuestos.

España no va a acceder a devolvernos la soberanía. La recuperación de esa soberanía nacional vasca está exclusivamente en nuestras manos, en nuestra lucha; en la capacidad de extender el mensaje, de concitar nuevas voluntades, agrupar más personas que quieran se dueñas de su futuro, arquitectos de su porvenir.

Que el futuro está en nuestras manos es más que una consigna, es una llamada a luchar por el mañana; a la responsabilidad de ser los únicos propietarios de nuestra voluntad, de nuestra palabra.

Nadie tiene derecho a decidir por nosotros. Y mucho menos un Estado que nos niega como pueblo.