«Tenía que estar jubilado, pero me resisto por ese miedo instintivo a la decadencia y al alzheimer -reconocía en una entrevista en 2005-. Soy un convencido de que, efectivamente, el ejercicio de la profesión implica una gimnasia mental que es el mejor antídoto contra esa decadencia. Con perdón por la grosería y porque lo digo con cierto cariño, pero creo que la de abogado es una profesión de hijos de puta, permanentemente pensando en como sorprender al enemigo. Esta peculiaridad me mantiene vigilante y me parece que es bueno para combatir o ralentizar la inevitable decadencia».
Lo hizo hasta el último momento: este hombre de vida novelesca, cuya trayectoria vital podría servir de guión de nuestra historia reciente, se mantuvo activo hasta el último día. Seguía escribiendo y, de hecho, su último artículo lo publicábamos en estas páginas la pasada semana. La mañana de ayer un fuerte dolor de cabeza le obligó a acostarse y, alertada su familia, el examen médico dejó claro que era un derrame cerebral y el daño, irreversible. Su cuerpo será incinerado mañana y la semana próxima, probablemente el martes o el miércoles -cuando llegue una de sus hijas, residente en Nueva Zelanda-, se organizará un acto cívico de despedida.
Nacido en 1930 en Donostia, hijo de un combativo carpintero granadino anarquista y de una cigarrera donostiarra, Artemio Zarco perdió a su padre en el frente del Gorbea. Ese mismo día, su mujer y sus hijos vivían el bombardeo de Durango. Artemio conservaba las gafas que llevaba su padre en el bolsillo en el momento de fallecer. Exiliados, los Zarco llegaron a Burdeos, donde pasaron por un campo de concentración y, ante el avance nazi, volvieron a Donostia.
Licenciado en Derecho, comenzó a ejercer en 1954. Fue defensor de presos antifranquistas y, en 1965, fue vetado por el Gobernador Civil de Gipuzkoa para dirigir el Colegio de Abogados del territorio -Artemio le había puesto antes en ridículo-. En 1968 fue encarcelado y luego confinado cuatro meses en Albarracín durante el estado de excepción tras la muerte de Melitón Manzanas. En 1970 formó parte del equipo de abogados que defendió a los presos vascos en el Proceso de Burgos.
«Siempre he sido francotirador -reconocía el pasado mes de abril en otra entrevista concedida este diario-. Siempre he ido por libre; mis opciones estaban en un lado determinado, pero dentro de ese lado no he querido someterme».
Aficionado a la música clásica, fue también fundador, junto con Juan Cruz Unzurrunzaga, de la galería Altxerri. Otras de sus aficiones eran la pintura naif y bañarse todos los días, no importaba la climatología, en La Concha. Publicó ocho libros, entre ellos «Satiricón» (2005), una selección de sus columnas, en las que nos habló de historia, de sus viajes con su mujer Pepita, nos hizo reír con sus historias de abogados y, sobre todo, nos dijo «cómo sobrevivir frente a tanto horror como existe, a tanta injusticia, a tanta canallada». Él, por de pronto, tenía una máxima: Hacia los que viven del ejercicio de poder, hay que aplicar la presunción de culpabilidad.
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