Juanma COSTOYA

Cien años del genocidio armenio, entre el olvido y la denuncia

El 21 de febrero de 1914 los Jóvenes Turcos hicieron público un llamamiento al boicot de los comercios armenios en Estambul. Cinco días más tarde, el departamento de Policía de la capital comenzó la recopilación de nombres y direcciones de los armenios con residencia en Estambul. Estos hechos apuntalaron una espiral del horror que había comenzado un par de decenios antes y que conduciría al éxodo y al genocidio armenio apenas unos meses más tarde.

A diferencia de la shoah, el holocausto judío, tan documentado y publicitado en el cine y la literatura, el genocidio armenio ha corrido una suerte más discreta. Contados libros y aún menos películas han llegado hasta nosotros explicando una de las tragedias más feroces y desconocidas de principios del siglo XX y de la que ahora se cumple un siglo.

Las matanzas organizadas de armenios y otras minorías étnicas en Turquía, sobre todo griegos y cristianos sirios, se ubican dentro de una situación política caótica en la que el Imperio Otomano se desmorona y en la que el resto de potencias europeas trata de obtener ventajas económicas y territoriales. El genocidio armenio se conmemora oficialmente el 24 de abril, fecha en la que remontándose a 1915 se recuerda el arresto y posterior ejecución de seiscientos notables armenios en Estambul. En realidad esta fecha no es el inicio de nada sino un capítulo más en un proceso que había comenzado un par de decenios antes y que culminaría con la deportación masiva de los armenios de Anatolia hacia los desiertos sirios. En el desalojo de los pueblos y en esas agónicas marchas morirían asesinados o por inanición y enfermedad una cantidad indeterminada de armenios que oscila entre los cientos de miles y el millón y medio de refugiados.

Minorías cristianas

Las raíces de la tragedia son hondas y se remontan a la propia estructura étnico cultural del Imperio otomano, un conglomerado de lenguas, pueblos y religiones. Los turcos eran el pueblo mayoritario, firmemente asentados en Anatolia y en los puntos estratégicos de un imperio que se extendía desde el Danubio a Irak, y de Yemen al norte de África. De origen turco era también la dinastía reinante, osmanlí, y la procedencia de la mayoría de los cuadros de la Administración y el Ejército. Sin embargo, y a pesar de su dominio demográfico, incluso en Anatolia, los turcos representaban poco más del 55% de la población. El resto lo conformaban populosas minorías de armenios, griegos, judíos, kurdos y árabes musulmanes. Hasta mediados del siglo XIX la convivencia fue relativamente pacífica entre todos estos colectivos, pero el estallido independentista en los Balcanes, donde los turcos eran minoría, determinó, paralelamente, el empeoramiento del destino de los no-turcos en Anatolia. Contingentes de turcos huidos de los Balcanes se instalaron en la meseta turca desplazando con su empuje a las minorías étnicas allí instaladas. Los armenios, conscientes de que el realojo de los musulmanes turcos expulsados alteraba el frágil equilibrio poblacional y sus esperanzas de mejora y autonomía, se alzaron contra esa decisión. Fue el principio del fin.

Cristianos y judíos, los reiyeh (manada o rebaño) contaban con un cierto respeto institucional en tanto que eran religiones monoteístas. A cambio soportaban la carga principal de los tributos y se hallaban exentos del servicio militar. A finales del XIX la supervivencia del Imperio Otomano se veía comprometida por su carácter medieval alejado de la transformación vertiginosa que sucedía en los estados europeos occidentales. Su endeudamiento progresivo y su decadencia condujeron a Rusia, Francia e Inglaterra a alentar las reivindicaciones de las minorías del imperio, sobre el papel, para proteger los derechos de los cristianos sometidos, pero en la práctica con la vista puesta en los desguarnecidos territorios otomanos, garantía de las fabulosas deudas contraídas por Estambul ante la banca europea. El colonialismo del Viejo Continente puso sus ojos en el llamado «hombre enfermo de Europa» e incluso España trató de hacer extensivo el sistema de protección consular al colectivo de judíos sefarditas instalado en Turquía. El ambiente se tornó explosivo.

Masacres hamidianas

En este contexto tuvieron lugar las primeras matanzas de armenios, las conocidas como masacres hamidianas (1894-96) así llamadas por ocurrir bajo el reinado del sultán Abdul Hamid II. El 30 de setiembre de 1895, el partido pro armenio Henchakian organizó una manifestación en Estambul. Se buscaba atraer la atención de los delegados internacionales sobre la comprometida situación de los armenios en la Anatolia oriental. Unas cuatro mil personas se dieron cita en una convocatoria histórica protagonizada por una multitud no musulmana. La Policía abrió fuego y la plaza quedó sembrada de cadáveres. No había marcha atrás. Las minorías cristianas, estranguladas por los impuestos, veían como turcos desplazados por la guerra balcánica ocupaban sus tierras y aldeas. A su vez los turcos constataban como los cristianos compraban el derecho a no ser movilizados en las guerras fronterizas, unos conflictos que, a su vez, potencia- ban las reivindicaciones cristianas. La leva militar acababa con la supervivencia económica de familias enteras musulmanas que veían cómo los únicos miembros con capacidad de trabajo tenían que servir en la guerra. Como un reguero de pólvora se extendió el sentimiento, la mayor parte de las veces injustificado, de que las minorías no musulmanas del Imperio eran, en realidad, una quinta columna de las potencias europeas agresivas. En Anatolia miles de armenios, la mayoría ajenos a esta diabólica espiral, fueron masacrados. Bandas de irregulares kurdos armados por Estambul cumplieron con empeño la tarea asignada: extorsionar, saquear, violar, asesinar y destruir las propiedades armenias. Nombres de localidades turcas como Zeitun, Adana, Sasun, Esmirna, Van, Erzurum..... quedaron asociados a las matanzas perpetradas a plena luz del día.

En 1908 se produjo la Revolución de los Jóvenes Turcos, un intento desesperado por modernizar el país y detener la descomposición territorial otomana. El sultán fue destituido y la medida fue saludada con júbilo por las minorías cristianas en la creencia de que sus reivindicaciones de igualdad serían por fin atendidas. Sin embargo, la magnitud del problema lo hacía insoluble. Las demandas de independencia se hicieron perentorias a la vez y en todas las esquinas del Imperio. Creta, Macedonia, Bulgaria, Armenia, reivindicaciones griegas en Esmirna y Trebisonda... cuarteaban los centros del poder otomano. La amenaza rusa era creciente en el este y el zar empujaba en el mar Negro con las esperanza de alcanzar el Mediterráneo por los estrechos.

En 1914, con la llegada de la Gran Guerra, la purulenta herida étnica devino en hemorragia imparable. Turquía, «el hombre enfermo de Europa», se transformó en un lobo acorralado. Y decidió atacar. La suerte de los armenios y del resto de minorías cristianas estaba echada.

Una de los pueblos más antiguos, desperdigado por el mundo

Armenia, un territorio cristiano encajonado históricamente entre dos imperios musulmanes expansivos, Irán y Turquía, hunde sus raíces en una de las civilizaciones más antiguas del mundo. Fue la primera nación en adoptar el cristianismo como religión oficial y con el paso de los siglos se mantuvo distante tanto de la ortodoxia de Bizancio como del Vaticano. El clero armenio, representado por el Khatolikós, ha contado siempre con gran importancia y en los largos siglos en los que el estado armenio desapareció fueron los religiosos los que representaron y defendieron los intereses y las tradiciones nacionales. A un monje, Mesrop Mashtots, se debe también la invención de su peculiar alfabeto (405).

Con el alfabeto, y según recoge Kapuscinski en su libro «Imperio», llegó la pasión nacional por los libros y el ansia por traducir y copiar las obras literarias y filosóficas de su tiempo. Muchas obras de la literatura antigua se han salvado para la humanidad gracias a los copistas armenios.

En la Edad Moderna la historia de Armenia se resume en un reguero de tragedias, bailes de fronteras y hasta desastres naturales. La independencia del imperio ruso y del otomano solo fue posible después de la I Guerra mundial, en 1918. A renglón seguido, el presidente norteamericano Woodrow Wilson trazó un mapa de una hipotética República Armenia que albergaría dentro de sus fronteras las actuales provincias turcas de Erzurum, Bitlis y Van, y un corredor que permitiría a los armenios alcanzar el Mar Negro a la altura de Trabzon.

La guerra de independencia turca (1918-23) comandada por Kemal Ataturk, logró rechazar las invasiones griegas en el oeste y las pretensiones armenias en el este fijando las actuales fronteras. Absorbida por la URSS, la segunda independencia de Armenia llegaría en 1991, el mismo año en que estalló el conflicto de Nagorno Karabaj con su vecina Azerbaiyán. Su dramática historia explica que la diáspora Armenia sea una de las más populosas del mundo. De Canadá a Australia y de Argentina a Líbano los armenios están desperdigados por el mundo. J.C.