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Iruñea

¿El beneficio de unos pocos favorece a toda la sociedad?

Aunque la respuesta evidente para muchos sea que no, esta afirmación es uno de los pilares del actual sistema económico y es el que lleva al Gobierno español –y a muchos ciudadanos– a pensar que, efectivamente, si las grandes empresas empiezan a recuperarse, pronto empezaremos a recuperarnos todos.

Los presidentes de Inditex, Telefónica, BBVA y Iberdrola, cuatro de las empresas más grandes del Estado, con el comisario europeo Michel Barnier en medio, el pasado 3 de marzo en Bilbo. (Marisol RAMIREZ/ARGAZKI PRESS)
Los presidentes de Inditex, Telefónica, BBVA y Iberdrola, cuatro de las empresas más grandes del Estado, con el comisario europeo Michel Barnier en medio, el pasado 3 de marzo en Bilbo. (Marisol RAMIREZ/ARGAZKI PRESS)

«Al orientar su actividad para producir el valor máximo, (cada individuo) busca solo su propio beneficio, pero como en otros casos, una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos (…). Al perseguir su propio interés, frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si se lo hubiera propuesto como objetivo de su trabajo». Esta cita es tan antigua como el liberalismo económico –no en vano la escribió uno de sus padres, Adam Smith– y ha servido desde el siglo XVIII para argumentar que el beneficio de unos cuantos repercute sobre el beneficio de todos, gracias a la citada «mano invisible» del libre mercado.

Se trata de una idea que la derecha actual acostumbra a abrazar sin condiciones –de hecho, es la que lleva a Rajoy a afirmar que hemos «cruzado el cabo de Hornos» de la crisis–, pero que gran parte de la izquierda asume también, implícitamente, de manera acrítica. Se trata de lo que el prestigioso sociólogo Zygmunt Bauman califica como ‘doxa’: «el conjunto de creencias que el pueblo utiliza de una manera rutinaria para pensar, pero en las cuales raramente piensa y que, todavía menos, analiza o cuestiona».

Precisamente para cuestionar y tratar de desmentir este dogma, Bauman ha publicado recientemente ‘¿La riqueza de unos cuantos beneficia a todos?’, un breve ensayo donde repasa alguna de las que él califica como falsas premisas que configuran nuestra concepción de la realidad. Como explica al inicio del libro, lo hace ante la evidencia de que «los que son ricos se enriquecen por el simple hecho de serlo y los que son pobres se empobrecen por el simple hecho de serlo». «Hoy en día, la desigualdad aumenta por su propia lógico e impulso», concluye.

Cuatro falsas premisas

Concretamente, las premisas que pone en cuestión son cuatro, empezando por el crecimiento económico como «única vía para afrontar los retos y posiblemente para resolver todos los problemas que puede generar la convivencia humana». Al respecto, señala que el origen de esta afirmación «es relativamente reciente» y recuerda que tanto John Stuart Mill –uno de los padres del liberalismo en el siglo XIX– como John Maynard Keynes –uno de los economistas más influyentes del siglo XX– rechazaron la idea del crecimiento como objetivo ‘per se’ de la economía y auguraron la inevitable –y conveniente– llegada de un estado estacionario de la economía.

En este sentido, Bauman señala que «en vez de ofrecer una solución universal a los problemas sociales más extendidos, el crecimiento económico (…) parece sospechoso de ser la causa principal de la persistencia y el agravamiento de estos problemas».

La segunda premisa que el libro desmonta es la que presenta como inevitable «un consumo que crezca constantemente». En este punto, Bauman denuncia la percepción de que «una rotación cada vez más acelerada de nuevos objetos de consumo es, quizá, la única manera de satisfacer el deseo de la felicidad de los humanos».

En tercer lugar el autor rebate la afirmación según la cual la desigualdad de los humanos es natural. Entre otras cosas, señala que «a los de arriba de la jerarquía les gusta y les conviene creer todos estos argumentos porque les tranquilizan la mala conciencia y les refuerzan el ego». Pero añade: «como también pueden servir para reducir la frustración y la autorecriminación, también son bien recibidos por todos los que ocupan los estratos inferiores de la pirámide».

Esta autorecriminación vuelve a aparecer en el cuarto punto, que se refiere a la rivalidad como elemento inherente a la condición humana y como «condición necesaria y suficiente para la justicia social, así como para la reproducción del orden social». Esta rivalidad, sin embargo, tiene dos caras bien diferenciadas, según asegura Bauman: «el ascenso de los que son respetables y la exclusión y degradación de los indignos».

«Condenados a ser libres»

Bauman no duda en señalar que «la difícil situación que hemos descrito es consecuencia sobre todo de haber substituido el deseo humano, demasiado humano, de la convivencia basada en la cooperación amistosa (…) por la competeción y la rivalidad, la manera de ser derivada de la creencia que el enriquecimiento fomentado por la codicia de la minoría es el camino que lleva al bienestar de todos».

Pero el autor recuerda: «Pertenecemos a la especie del ‘homo eligens’, el animal que elige, y ningún tipo de presión, por más coercitiva, cruel e indomable que sea ha conseguido nunca subyugar del todo nuestras elecciones; por decirlo así, estamos condenados a ser libres». El problema, señala Bauman, es que «cuanto más alto es el coste social de una opción, menos probabilidades tiene de ser escogida» y que «las recompensas por obedecer a la hora de escoger, se pagan fundamentalmente con la valiosa moneda de la aceptación, la posición y el prestigio sociales».

«En nuestra sociedad, estos costes están determinados de tal manera que la resistencia a la desigualdad y sus consecuencias (tanto públicas como personales) se hace muy difícil y, por lo tanto, es menos probable que se tome y se continúe esta resistencia que no las opciones alternativas, como la sumisión plácida y resignada o bien la colaboración voluntaria», concluye.