Ramón SOLA
DONOSTIA

Días de sprint hacia el futuro y cinco años ya de venganza

Corría octubre de 2009 y los movimientos incipientes en la izquierda abertzale eran «vox populi». Pero muy pocos sabian que un día como hoy un pequeño grupo liderado por Arnaldo Otegi iba cerrando el texto base para un debate interno inédito por su calado y sus efectos. Rubalcaba fijaba la disyuntiva, votos o bombas, pero esperaba que el resultado fuera empate y se llamara escisión. Había que correr y esta vez la izquierda abertzale ganó al Estado. El castigo, eso sí, ha sido maratoniano; cinco años ya.

Policías se llevan a Arnaldo Otegi tras ser detenido en la sede de LAB el 13 de octubre de 2009. (Andoni CANELLADA/ARGAZKI PRESS)
Policías se llevan a Arnaldo Otegi tras ser detenido en la sede de LAB el 13 de octubre de 2009. (Andoni CANELLADA/ARGAZKI PRESS)

Han pasado solo cinco años, pero muchas posiciones de aquellos días parecen aún más lejanas, pura prehistoria. La redada de la sede de LAB de Igara, consumada el 13 de octubre de 2009 (el lunes harán cinco años), fue recibida con afirmaciones que releídas hoy son puro disparate. A la cabeza, el entonces ministro de Interior y hoy figura política enterrada y hasta denostada, Alfredo Pérez Rubalcaba: «Lo que tiene que hacer Otegi es romper con ETA o convencer a ETA de que deje de matar», decía el día después.

La redada sembró el desconcierto. José Antonio Pastor (PSE) especulaba con que «podían estar montando otra formación vinculada a ETA». Y el hoy lehendakari, Iñigo Urkullu, elucubraba con que fuera una pataleta del juez Baltasar Garzón contra la querella por tratar de investigar el franquismo. Algo más situado pero igualmente errado parecía Jesús Eguiguren, que acertaba en el motivo pero no en el pronóstico: «No creo que tengan algo importante o definitivo entre manos».

Ninguno de los citados suscribiría hoy aquellas declaraciones, resulta evidente. Por contra, hay una coherencia absoluta entre lo que Otegi y sus compañeros dejaban caer ya entonces, con un discurso muy medido lógicamente, y lo que hoy sostienen no solo ellos, sino el conjunto de la izquierda abertzale.

Pero avancemos algo más hacia atrás en este flashback. Arnaldo Otegi había salido de Martutene el 30 de agosto de 2008, tras su cuarto periodo en prisión, prometiendo que perseveraría en su labor por la solución al conflicto. Tres meses después dio algunas claves nuevas en una entrevista a GARA. En enero haría otro tanto en un acto en el Kursaal, entrevistado por varios periodistas. Sobresalía la idea de que había que cambiar el terreno de juego y pasar a competir con el Estado en el terreno político, donde la izquierda abertzale tenía más argumentos, era más fuerte. Una estrategia eficaz, en suma, frente al bloqueo y la frustración que habían sucedido al colapso del anterior periodo negociador, en 2007.

Evidentemente aquello no era «definitivo», pero sí se iba extendiendo como una mancha de aceite, en gran parte a través de la capacidad de convicción del propio Otegi, que encontró en la percepción general de las bases tierra fértil para sembrar la semilla de un nuevo tiempo. En el juicio de 2011 lo resumiría así, aludiendo al último resultado electoral: «Empezamos cuatro o cinco y ya somos 313.000».

Con sus movimientos hipervigilados por los servicios españoles, el Estado conocía perfectamente lo que se iba cociendo en esos meses, más en pasillos, tabernas o a pie de calle que en actos públicos. Al inicio del curso de 2009-2010, los mensajes se hicieron más explícitos. La respuesta al reto de Rubalcaba –«votos o bombas»– empezaba a ser clara, rotunda y hasta mayoritaria: «Votos». Una ecuación que no parecía haber contemplado el entonces ministro, convencido de que aquello acabaría en la deseada escisión.

Parece obvio, vista la penetración policial, que mandó parar cuando descubrió el potencial de aquel texto base para el debate. Hay datos objetivos para pensar que aquella redada fue precipitada al máximo, como el de que Rafa Díez y Rufi Etxeberria fueron capturados sin siquiera orden de detención. Pero llegaban tarde; aquel mismo día, por la mañana, el documento había sido distribuido, el debate interno estaba lanzado.

En este sentido, la operación fue un monumental fracaso. La izquierda abertzale dejó claro al día siguiente que todo seguía y justo una semana después GARA publicaba ese documento de base revelador e impactante. Otros objetivos paralelos también se derrumbaron. Xabier Arzalluz detectaba el afán de establecer «un cordón sanitario» en torno a aquella Batasuna, pero un año después llegaba el acuerdo estratégico con EA, embrión de EH Bildu. Y Brian Currin aterrizaba dos semanas después en Donostia para confirmar el respaldo internacional a esta vía y calificarla de «encomiable». 

La revancha

El ataque perdió cualquier eventual sentido en días. Hasta Garzón empezó a plegar velas en 2010 y hoy ya admite que todo aquello fue un error. Que el cambio era «importante y definitivo» es un dato incontestable. Al Estado solo le quedaba la venganza y sucumbió. En vísperas del juicio de 2011, ya en alto el fuego de ETA, el abogado Iñigo Iruin apuntaba que la única opción de condena pasaba por una trampa: «Hacer una lectura descontextualizada de los hechos, ceñirlos a 2009». Fue lo que hizo la Audiencia Nacional. Quizás aún el Estado esperara parar algo, pero volvía a llegar tarde. Octubre traería Aiete y el fin de la lucha armada.

El Supremo pudo rectificar ya en mayo de 2012, pero tiró para adelante, como el Constitucional en julio. Todo ha cambiado en cinco años, menos su espíritu de venganza y su capacidad de ridículo.