
También hoy hace cinco años se reinauguró una de las intervenciones más insensibles que se puedan concebir en una arquitectura monumental, en esta ocasión industrial, realizada en una ciudad medianamente culta. Forma parte del trío de tragedias en el patrimonio de Bilbao junto con el Mercado de la Ribera y el Depósito Franco denunciadas por su evidente ilegalidad, que causó el fallecido alcalde Azkuna.
La Alhóndiga se concibió como un almacén para vinos proyectado por el insigne arquitecto Ricardo de Bastida construido entre 1905 y 1909. Constituyó una de las pioneras, e indudablemente la más bella, arquitectura en hormigón armado.
Ha representado una de las características más notables de la arquitectura de Bilbo en la que destaca la enorme calidad y elegancia de sus construcciones industriales y de los edificios comerciales, siendo una referencia de gran presencia y significación urbana.
Como los últimos alcaldes de la villa en su paranoia por las celebridades contratando arquitectos famosos y otros artistas, Azkuna acudió al reputado diseñador industrial Philippe Stark y le otorgó competencias para las que no está facultado por formación ni capacidad.
Como otros tantos favorecidos respondió con el habitual cínico tópico: «Que se enamoró del edificio desde el primer momento». No podía ser de otro modo con honorarios de 3 millones de euros. Y a partir de aquí a sacar rendimiento mutuo, fotos y abrazos con el alcalde.
Su intervención ha sido inmoral, inculta y aborrecible. Ha manipulado caprichosamente el edificio y su entorno encareciendo la obra con sus pretensiones para un efecto propagandístico personal sin que nadie incomprensible y desgraciadamente le rebatiera. El resultado, un urbicidio.
La Alhóndiga, un edificio de enormes posibilidades socio-culturales, se ha convertido en un indefinido recinto, solo la biblioteca y la sala de exposiciones le otorgan un barniz cultural, donde todo es válido sin ningún reparo: piscina, restaurantes, bares, tiendas, cines en un difuso centro de consumismo. Un trastero de actividades y un sumidero de dinero público.
Ni la espectacularidad de un exagerado y costosísimo maquillaje repleto de extravagancias a la moda que ha supuesto un inadmisible despilfarro justifica la barbaridad cometida en su espacialidad interior, la volumetría exterior y su relación con el entorno inmediato de la plaza Arriquibar.
Esta tenía la catalogación de Conjunto de Conservación Integral, lo que obliga a unas condiciones de intervención. El conjunto con la fuente y el jardín se ha desfigurado totalmente creando además de una pérdida de centralidad, una absurda asimetría, incluso un colapso visual al elevar su nivel. Stark ha confundido la plaza con una taza.
La contemplación de la Alhóndiga por sus fachadas resulta agresiva por los abusivos volúmenes que aparecen por encima de su silueta, especialmente en la fachada curvilínea de la plaza donde la colisión con las cúpulas que le otorgaban monumentalidad es algo más que un atentado al paisaje urbano, alcanza el grado de desprecio a las preexistencias, ignorancia compositiva e incluso de repugnancia arquitectónica.
El interior ha sido incultamente despojado totalmente de su respetable identidad industrial con un opresivo espacio de tres metros de altura con los excesivos 43 pilares estructurales de los volúmenes internos disfrazados de columnas con jocosos recursos propios de una pijotería decorativa por el escenógrafo italiano Lorenzo Baraldi para provocar una graciosa sonrisa populista.
Previamente en otra caprichosa imposición de Stark no prevista inicialmente ordenó encargar unos costosísimos paneles prefabricados de ladrillo para los volúmenes internos, lo que supuso tres millones de euros más aceptados sin Bilbao Ría 2000 que gestionaba la obra con la asistencia técnica de Mecsa-Over Arup, cuyos honorarios pasaron de 1,1 millones de euros a 2,3 sin reproche alguno.
En definitiva, la Alhóndiga evidencia una estafa socio cultural y un fraude económico. De 45 millones de euros del presupuesto se llegó a los 73. Cosa que a la entonces consejera delegada de la sociedad gestora de su explotación le pareció «absolutamente normal».
A ello hay que añadir el despilfarro de su funcionamiento anual que se inició con 12 millones de euros, poco después 10,8 y afortunadamente se ha reducido a 5,6 millones. Es la consecuencia de esta faustocracia dominante capaz de todo como un recurso populista convirtiendo una excelente arquitectura en un icono político.
En un intento de justificar su descomunal presupuesto se acude a denigrantes parámetros, al margen de los usos de la mediateca, como los consumos de hostelería, asistentes al gimnasio, a la piscina, espectadores de los cines y los millones de personas que entran para cruzar de calle a calle por su interior.
Para finalizar la agresión a la Alhóndiga, el Pleno del Ayuntamiento del pasado 28 de febrero el PNV con la ayuda del PSE aprobaron el cambio del centenario lógico nombre del edificio, por Azkuna Zentroa. Con este disparate que no tendrá ningún arraigo social, a la pérdida del valor patrimonial del edificio se añade la desfiguración de su inicial identidad funcional.

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