Dabid LAZKANOITURBURU

Solución militar y política o viceversa

Sentado el principio de que se precisa una acción mundial concertada contra el ISIS, el debate gira en torno a la preminencia de un plan exclusivamente militar y previo a un acuerdo político igual de global.

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)
Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)

Por principio, un acuerdo internacional para afrontar de manera conjunta una crisis es en sí una buena noticia. Y más cuando vivimos unos tiempos que más de uno compara con los prolegómenos de la Gran Guerra de 1914, con varias potencias –algunas en declive, otras en auge– en pugna por los recursos mundiales.

Las calles no solo ya de París sino de prácticamente todas las ciudades de Oriente Medio certifican que estamos ante una crisis global que también hay quien compara, de forma exagerada e interesada, con la Tercera Guerra Mundial. Es igualmente evidente que EEUU ya no puede imponer unilateralmente su agenda mundial, entre otras cosas por el fiasco de sus últimas aventuras miitares, cuyo más gráfico ejemplo –y que viene al pelo al tema que nos ocupa– fue la invasión y ocupación de Irak.

En un Estado, el francés, noqueado por una serie de ataques tan anunciados como aparentemente inevitables y, lo que es peor, repetibles; y consciente de que se juega a una carta su supervivencia política, el presidente Hollande ha apostado por la carta securitaria tanto en el interior como en el exterior del país y ha dado un giro de 180 grados en su política hacia Siria, alineándose con la Rusia de Putin y apostando por una coalición mundial contra el ISIS.

Putin se apunta así otro tanto en su proyecto de restaurar a la potencia rusa en el tablero internacional. Si ya los temores por la avalancha de refugiados a la UE habían reforzado su posición en el tablero de Oriente Medio, el 13-N le ha servido en bandeja a un Hollande que hace escasos meses rescindió la venta a Rusia de dos barcos de guerra Mistral por la crisis ucraniana y que seguía haciendo oídos sordos al consejo de la izquierda, la derecha y de la extrema derecha francesas de que rehabilitara al presidente sirio, Bashar al-Assad, para primar la guerra contra el ISIS. Esta última es la tesis que defiende Moscú, y que reiteró ayer su ministro de Exteriores, Serguei Lavrov, al asegurar que exigir la retirada del poder de Al-Assad es aún más «inaceptable tras los atentados de París» –por cierto, que el Gobierno español reiteró que hace suya la posición rusa, al asegurar que llegar a un acuerdo con Al-Assad es un «mal menor» (García Margallo dixit)–.

Putin ha logrado asimismo la cuadratura del círculo al hacer coincidir los ataques en París con su reconocimiento, tardío, de que el desplome del Airbus en El Sinaí fue un atentado. Convierte así su primer gran revés en la campaña siria en un activo para defender su política (muchos en Occidente deberían aprender de las habilidades de la diplomacia rusa postsoviética).

Rusia tiene un plan, y este pasa por acabar con el ISIS (solución militar) para proceder luego a una negociación política. Ese plan exige apuntalar al debilitado Gobierno sirio. Así se explica que el 80% de los bombardeos rusos hayan tenido com objetivo a otros grupos rebeldes de la coalición islamista-salafista-yihadista que lucha a la vez contra Al-Assad y el ISIS.

Frente a Putin, es evidente que Obama ni tuvo ni tiene un plan. Tal y como evidenció en agosto de 2013 al negarse a cruzar el Rubicón tras considerar probado que Damasco utilizó armas químicas, la verdadera y única línea roja que el presidente de EEUU no está, hasta ahora, dispuesto a cruzar, es implicarse totalmente en otra guerra, esta vez en Irak.

George W. Bush, mejor dicho Rumsfeld y Cheney, sí tenían un plan, que les llevó a atacar Afganistán e Irak al calor de la conmoción tras los atentados del 11-S. Y,en el segundo caso, el plan, además de ilegal y fundado en mentiras, fue un fiasco porque no previó las consecuencias políticas del destronamiento de Saddam Hussein. Por no prever, no previó que Irán se convertiría en el gran beneficiario de la invasión, lo que supuso la enajenación de la reprimida población suní, lo que explica, si no su génesis, sí el apoyo con que cuenta el ISIS.

Otro tanto ocurre en Siria, donde años de una guerra cruel (por parte del régimen de Bagdad pero también por parte de los rebeldes) han provocado un vacío de poder perfectamente aprovechado por el ISIS.

Lanzar una campaña coordinada de bombardeos contra el ISIS vende más que justificarla contra ciudades donde viven 10 millones de personas (solo la ciudad iraquí de Mosul tiene 2).

Más aún a sabiendas de que al final sería inevitable una incursión terrestre masiva para expulsar al ISIS de los 400.000 kilómetros cuadrados bajo control, exhaustivo o nominal, del califato del Estado Islámico.

Este último requisito exige a su vez un acuerdo político previo, no solo en el interior de Siria y de Irak sino entre los principales actores de la región.

A no ser que alguien crea que los kurdos pueden por sí solos acabar con el ISIS. O, aún peor, que haya quien temerariamente piense en el Ejército sirio y en las milicias chiíes iraquíes para hacer ese trabajo bajo cobertura aérea de la que se anuncia amplia coalición internacional.

Semejante solución militar resulta muy atractiva en estos días en los que priman los análisis que abogan por destruir al ISIS, una reedición del famoso «Delenda Cartago» (Hay que destruir Cartago) de los romanos.

Convendría recordar que, 2000 años después, este tipo de soluciones se han revelado contraproducentes y en este caso podrían a la postre alimentar a la serpiente, hábil para cambiar de piel o mutar de nombre.

Porque tener un plan es importante. Pero lo importante es que sea acertado. Y, si no, que se lo digan a EEUU y a Rusia cuando se cumplen 14 años de la última guerra que contó con el apoyo de (casi) todo el mundo. O, mejor, que se lo digan a los afganos que huyen a Europa del retorno del talibán.