Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ

La antesala de la nueva Turquía de Recep Tayyip Erdogan

El líder de facto del país y del islamista Partido Justicia y Desarrollo (AKP) está ante la cita más importante de su triunfal carrera política: más de 54 millones de anatolios votan hoy en referéndum la reforma constitucional que, de ser aprobada, convertiría el Estado turco en una República presidencialista.

Recep Tayyip Erdogan, quien lleva más de un lustro empecinado en esta reforma, es un líder pertinaz y, si la insistencia trae una recompensa, puede que junto a sus leales, que suman alrededor de la mitad del país, certifique el primer paso para su soñada «Nueva Turquía» de 2023, fecha del centenario de la República y en la que Erdogan pretende igualar el legado de Mustafa Kemal Atatürk, su fundador.

Para ello, reclama una vez más la confianza ciega de quienes le han apoyado durante 15 años. Esta vez lo hace para una reforma constitucional que le entregaría poderes plenipotenciarios y que, según el AKP, reforzaría al Estado en su lucha contra el «terrorismo» y terminaría con el actual sistema, heredero del golpista Kenan Evren y proclive a «coaliciones débiles».

Las encuestas independientes vaticinan no más de dos puntos de ventaja para Erdogan. Otras hablan de igualdad máxima o incluso sitúan al «no» en cabeza. Pero todas coinciden en señalar una cosa: la clave son los indecisos del Partido del Movimiento Nacionalista (MHP) y del AKP. Porque salvo sorpresa, los kemalistas del Partido Republicano del Pueblo (CHP) y los prokurdos del Partido Democrático de los Pueblos (HDP) rechazarán la reforma.

Los indecisión de panturcos e islamistas ya se dejó entrever en los comicios de junio de 2015, centrados en el sistema presidencialista, donde el AKP perdió su mayoría absoluta al caer al 41%. En la reválida de noviembre, en la que el debate se centró en la lucha contra el «terrorismo», el AKP subió hasta casi el 50%. La diferencia corresponde a quienes no confían ciegamente en Erdogan. Para paliar esa posible fuga en sus bases, Erdogan necesita muchos de los más de cinco millones de votos panturcos del MHP, fracturado desde 2015 y, que tras el «sí» al referéndum de su cuestionado líder Devlet Bahçeli, vive una lucha interna que podría hacer claudicar su carrera política y dañar con severidad al partido. Los votos del AKP y MHP suman el 61,4%, pero, al igual que en la sociedad, hay una importante división. Si se restan en los panturcos los votos de los disidentes, de los devotos de Atatürk del oeste de Turquía y de los indecisos de la profunda Anatolia, el margen de victoria de Erdogan se estrecha. Además, están los «síes» condicionados por el miedo a contradecir a Erdogan en público, y los kurdos y panturcos que esperan una mayor decisión en el juego a dos bandas del AKP, que defiende postulados antagónicos por regiones: el negacionismo de la cuestión kurda del MHP y las demandas para las minorías del HDP.

Y si todo se torciera para Erdogan, como si se reeditara junio de 2015, la estocada a favor del «sí» o el «no» podría recaer en el pueblo kurdo, que no apoyaría a Erdogan pero sí podría abstenerse: las encuestas arrojan un 0,4% de abstención en los votantes del HDP. Pero podría ser insuficiente para un Erdogan que no olvida que fue el pueblo kurdo el que en 2015 le infligió su única derrota. Dos años más tarde, con 13 diputados del HDP encarcelados, el pueblo kurdo, esta vez más como ola dentro de la marea panturca, podría volver a derrotarlo.

La reforma

Los 18 artículos de la reforma convertirían Turquía en una República presidencialista en la que el presidente ostentaría la jefatura del Estado y del Gobierno, tendría la autoridad para elegir a los ministros y dos vicepresidentes sin que el Parlamento pueda oponerse, podría emitir decretos en todas las causas que no afecten a los derechos humanos y controlaría los órganos judiciales del país. El Parlamento, que pasaría de 550 a 600 diputados, además se quedaría sin la figura del primer ministro, que desaparecería.

La diferencia con otros sistemas presidencialistas como el de Estados Unidos radica en la balanza de poder y el control de la justicia. La reforma afectaría a los cuerpos judiciales a los que el AKP, a través de otro referéndum anterior, dotó de mayor independencia. De los 13 miembros con los que contaría el Consejo Supremo de Jueces y Fiscales, uno sería el ministro de Justicia y otro su secretario, cuatro serían elegidos por el presidente y los siete restantes por el Parlamento, que en principio tendrá una composición que arrojaría a favor del presidente el voto suelto para controlar el máximo órgano judicial.

Otro de los aspectos clave de la reforma es el de la posibilidad de juzgar al presidente, que bajo el actual sistema solo puede ser encausado por traición. Como bien recuerda Erdogan, la nueva Carta Magna ampliaría los delitos punibles. Pero lo que no explica es el camino que lo hace casi imposible. Además de necesitarse 2/3 de los votos del Parlamento, luego tendría que ser la Corte Constitucional la que dictaminase la sentencia. Y Erdogan podría elegir a 12 de sus 15 miembros. Además, el presidente podría volver a ser miembro de un partido político; la edad para ser diputado se reduciría hasta los 18 años y comenzando en 2019, tras dos años de adaptación, se celebrarían elecciones duales –parlamentarias y presidenciales– cada cinco años. Erdogan, al que no se le contaría su actual mandato, podría estar en el poder dos legislaturas. Es decir, hasta el año 2029.

La campaña

En sus primeros mandatos, Erdogan recibió los halagos de Anatolia y los principales líderes mundiales por sus medidas democráticas. Pero hoy Turquía no es la misma, y el hartazgo social está en niveles alarmantes. El país caminaba por el autoritarismo antes de la fallida asonada del pasado 15 de julio, atribuida por el Gobierno al clérigo Fethullah Gülen, pero la purga posterior, como temían los escépticos, atrapó a cualquier opositor: más 140.000 apartados y 40.000 arrestados, decenas de medios de comunicación cerrados y sus periodistas encarcelados y miles de profesores despedidos y sustituidos por leales al presidente. Esos estremecedores datos no son más que la punta de un iceberg cincelado con impunidad, clientelismo, opresión y polarización. Por eso, en este referéndum están a un lado Erdogan y sus leales y al otro, el resto de la sociedad.

Durante la campaña, apoyar el «no» se ha convertido en una odisea llena de intimidaciones. Es lo que dice la OSCE. Los medios opositores han reflejado imágenes surrealistas para una democracia madura: policías asegurando que no pueden permitir las propuestas en la calle por el «no» pero que no tendrían problemas si fueran por el «sí»; diputados panturcos atacados por apoyar el «no»; usuarios de las redes sociales detenidos por apoyar el «no»; la canción del HDP prohibida; Erdogan llamando «terroristas» a quienes apoyan el «no».... Y así hasta llegar a la televisión, convertida en un monólogo de Erdogan, y a la utilización de los espacios públicos, con incontables apoyos al «sí».

Bajo estas circunstancias, y casi en el noveno mes del estado de emergencia, la oposición ha intentado recordar que este sistema conduciría hacia un régimen autoritario, como asegura también la Comisión de Venecia, y no solucionaría ninguno de los problemas actuales. El líder del CHP, Kemal Kiliçdaroglu, ha obviado la figura del presidente para centrarse en los puntos débiles del Gobierno: la economía, las relaciones con Fethullah Gülen y el desastre diplomático. Kiliçdaroglu, quien ha señalado que el AKP pretende crear un partido-Estado, incluso se ha atrevido a insinuar que la fallida asonada fue «controlada», rompiendo el tabú que impedía cuestionar el relato de la noche en la que Erdogan recubrió su figura con la heroica propia de los grandes líderes turcos.

La oposición ha sabido enfrentarse Erdogan, pero la inesperada crisis con la Unión Europea (UE) ha permitido al presidente encontrar el filón que necesitaba para esta campaña. Desde que Alemania y los Países Bajos negaron la entrada a representantes del AKP, entre historias de «nazis» y «Cruzadas», Erdogan ha exprimido a esos europeos, que según él, apoyan a «terroristas» y rechazan a los musulmanes. «El Gobierno decidió construir una mezquita en Taksim. Esperaban enfrentamientos. No sucedió nada. La prohibición de usar el velo en el Ejército fue levantada. Nada sucedió. Entonces subieron la tensión, primero con Alemania y luego con los Países Bajos», se lamentó en la cadena BBC Meral Aksener, la disidente panturca que dirige la oposición a Bahçeli.

Desde agosto de 2014, cuando Erdogan se convirtió en el primer presidente electo con un 52% del apoyo, la coyuntura no ha dejado de deteriorarse en Anatolia. Los atentados sufridos, incluido el mayor en la historia de la República, se unen a la polarización y las malas relaciones diplomáticas. El país vive sumido en el caos, arropado por el miedo. Con esta situación cualquier otro político se habría dejado más de 2 puntos. Pero hablamos de Erdogan, un líder que ha sabido proyectar en la sociedad que no existe futuro más allá de él.

Gane el «sí» o el «no», Erdogan seguirá controlando el poder y tendrá que comenzar a afrontar los problemas que van más allá del sistema presidencialista: la economía, el conflicto kurdo y la diplomacia. También puede optar por perseguir la estela de Atatürk mientras tritura los avances de sus dos primeros mandatos.

Qué Erdogan veremos es lo que aún se desconoce. Porque el día a día de los anatolios no va a mejorar. De nuevo tendrán que votar: si el «no» gana habrá elecciones y si lo hace el «sí» habrá un referéndum para restaurar la pena de muerte. Nuevas votaciones y puede que nuevos problemas. Pero como si de un mago se tratase, Erdogan promete que todo se solucionará con esta reforma. El tiempo será juez y la sociedad, testigo. Pero hoy, como siempre recuerda Erdogan, decide el pueblo.