Iraia OIARZABAL

Un viaje para enterrar el pasado y construir el futuro

Las cadenas de televisión nos muestran imágenes de hombres y mujeres, niñas y niños, que llegan en patera a Andalucía o en autobús a Bilbo. Muchos migrantes y refugiados viven entre nosotros, pero poco sabemos de sus historias. He aquí cuatro.

Gasteiz es el nuevo hogar de Mamady y Rafid desde hace algo más de un año. Se conocen porque coincidieron en un curso para aprender castellano tras emigrar de sus países, aunque cada uno llegó por vías diferentes. También los casos de Agustine y Suzy son muy distintos. Con ellas nos encontramos en Bilbo, donde residen la primera desde hace siete años y la segunda desde hace más de diez.

Nos reunimos con estas cuatro personas a través de Ongi Etorri Errefuxiatuak porque queremos conocer qué es lo que hay detrás de las frías cifras que cada día ofrecemos los medios de comunicación. Un artículo publicado recientemente en GARA informaba sobre la entrega de migrantes en la muga de Irun en los últimos años. En 2017 fue entregada de media más de una persona al día, aunque pudieran ser muchas más. La cifra sube a diez al día en el conjunto del Estado. Pero el flujo migratorio derivado de la inestable situación en países de África y Oriente medio no cesa. Se trata de sobrevivir. A comienzos de este verano hemos visto cómo decenas de hombres y mujeres llegaban en autobús a Bilbo y Donostia procedentes de una «colapsada» Andalucía, adonde habían llegado en patera. Su acogida en Euskal Herria ha mostrado dos caras diferentes: la descoordinación y falta de recursos destinados por las instituciones por un lado y la solidaridad y red de acompañamiento creada por una sociedad autoorganizada.

Las razones que llevaron a Mamady, Suzy, Agustine y Rafid a abandonar su país son diversas, igual que lo son sus experiencias personales. Todas son duras y persiguen un mismo objetivo; construir una nueva vida en condiciones dignas.

 

«No puedo volver y no tengo a quién recurrir»

Mamady tiene 24 años y una bonita sonrisa que sin embargo le cuesta sacar. Llegó de Guinea a Gasteiz hace un año y medio. «Salí de Guinea en 2015 tras haber tenido un problema con un oficial de policía. Un problema religioso entre mi familia y la del oficial, que amenazó con matarme», resume brevemente. No se ve preparado para entrar en detalles, en su mirada se percibe temor y desconfianza, con lo que seguimos adelante con la entrevista a fin de conocer cómo llegó a Euskal Herria. Nos cuenta que tras el conflicto permaneció oculto en casa de un familiar hasta que emprendió su ruta a Europa. De camino, primero estuvo en Mali y después en Marruecos. «Allí pasé tres meses y fui a Ceuta en una patera. Estuve cuatro meses en un centro de retención hasta que la autoridad me envió a Madrid», relata.

Apenas se defiende en castellano; mucho mejor en francés, idioma que estudiaba en la universidad de su país. «Por eso fui a Francia, creía que saber el idioma sería mejor para la inserción. Allí pedí el estatus de refugiado pero la autoridad me dijo que no, que tenía que pedirlo en el primer país donde entré. Me metieron en la cárcel por una semana y me volvieron a mandar a Madrid», explica. Finalmente, el Gobierno español lo destinó a Gasteiz, donde se mantiene en contacto con CEAR para regularizar su situación. Ese es su principal objetivo, aunque teme que no va a ser sencillo.

La dificultad de encontrar trabajo es lo que más le preocupa. También reconoce sentirse solo: «No tenemos amigos aquí, es difícil. Tenemos problemas para hablar castellano, nos pagan un curso pero no es suficiente. Nos quedamos en casa sin hablar con nadie», relata. Su situación irregular es igualmente motivo de preocupación. «No tengo residencia, solo tenemos la tarjeta roja», señala. Dicha tarjeta representa la solicitud de asilo, tiene un periodo de validez de seis meses y puede renovarse mientras estudian el caso pero también puede ser denegada, lo que te deja en situación irregular. «Si no tienes tarjeta no puedes acceder a piso o alquilar habitación, no puedes trabajar… Esa es mi mayor preocupación. He hecho dos cursos desde que estoy aquí pero hasta ahora no ha salido nada», añade.

Ve difícil poder volver a Guinea y cree importante que se conozca la situación de persecución que se vive allí. «En mi país la democracia es formal pero realmente rige la ley del más fuerte. Por eso salí de allí. No puedo volver y no tengo familia a la que recurrir. Estoy aquí para empezar una nueva vida», apostilla.

 

«Lo que hemos vivido no nos tiene que condicionar»

Suzy es una treintañera originaria de Camerún, aunque ya se siente bilbotarra tras más de diez años en la capital vizcaína. Vino sola a Euskal Herria, donde tenía familiares. En Camerún vivía con su padre y una hermana, sus otros hermanos ya habían emigrado. «Vine a estudiar. Es cierto que hay más oportunidades fuera que ahora en Camerún. En ese momento no puedo decir que fuera por eso, era para abrirme un poco al mundo. Estuve un tiempo con esta familia y luego ya me independicé», destaca.

El primer contacto con ella nos hace intuir que es una mujer alegre y extrovertida. Dice que le gustan las relaciones públicas y el contacto con la gente, lo que le ha llevado a estudiar una formación superior de agencias de viajes y organización de eventos. «Desde hace un tiempo me siento más suelta en lo social, en estar con la gente, en ayudar a personas que han llegado como yo desde otros sitios… Sobre todo gente subsahariana», manifiesta.

Suzy trabaja ahora como teleoperadora y en su tiempo libre colabora con diferentes asociaciones, reuniéndose con gente de diferentes orígenes y asesorando a quienes llegan. «Sé que no es fácil, nada se regala. Hay que buscarse la vida y ser fuerte. Siempre digo que aunque yo pueda ser fuerte quizá no todo el mundo pueda, entonces quiero estar con esas personas a las que les cuesta más. Sé lo que es estar sola y no tener calor humano, no tener para comer o que te falte dinero… Por eso sé también lo bueno que es tener a una persona con la que poder hablar», reconoce.

En esta labor de apoyo se dedica especialmente a las mujeres. «Les doy ese acompañamiento que igual a mi en algún momento me hubiese gustado tener», confiesa.

La soledad es una de las cosas que más pesa, según explica la joven. «No es que una se acostumbre, pero te haces a estar sola. Sé que no todo el mundo puede hacerse a esto, yo he tenido suerte». Sobre la socialización en Euskal Herria, Suzy rompe con el mito de que los vascos no se abren ante gente nueva. «La gente es muy abierta o puede llegar a ser muy abierta, contrariamente a lo que se suele pensar. Una vez que entras en un círculo son amistades que tienes de por vida», afirma.

Doblemente castigadas

Ella empezó su labor voluntaria dando clases de castellano. «Aunque no tengas nada, si te puedes comunicar es más fácil que te hagas entender y puedas conseguir algo. Todo empieza por ahí», explica. En estas clases conoció a personas que le contaron sus historias personales, cómo llegaron, en qué situaciones estaban… «Empiezas a tener amistades que te cuentan y te hacen ver que te necesitan. Vas buscando soluciones, informándote para seguir acompañándoles», añade.

Se interesa especialmente por las condiciones en las que se encuentran las mujeres. «He sentido esa necesidad. Porque soy mujer y porque cuando lo has vivido lo entiendes mejor», reflexiona. Cree que el diálogo directo con estas mujeres ayuda a entender mejor muchas otras cosas. «Dicen que las mujeres subsaharianas no nos implicamos en la vida social o política, pero cuando conoces a una persona que ha vivido esa ruta hacia Europa entiendes que igual no se quiera implicar. A pesar de ello, yo insisto en que lo que hemos vivido no nos tiene que condicionar», declara en relación a las situaciones de violencia que padecen muchas mujeres en su tránsito hacia Europa y también una vez en su destino.

También ha estado colaborando en la atención a los migrantes que en los últimos meses han llegado a Bilbo, principalmente desde Andalucía. Denuncia la gestión institucional a la par que apunta que es una cuestión que implica al conjunto de la sociedad. «Entiendo y no entiendo el hecho de que las instituciones estén desbordadas. No estamos llegando a hacerlo bien, creo que las instituciones pueden hacer más, sí, pero todos tenemos responsabilidades en esto. Yo no puedo vivir bien y feliz si tengo alguien al lado a quien le falta de todo», indica. Describe muy bien cómo se sienten quienes llegan de otro país, buscando un nuevo futuro: «No saben dónde ir, dónde están los servicios municipales o la Cruz Roja... ¿Quién les va a dar esa información?», pregunta.

Termina poniendo el foco en los prejuicios que se crean en torno a las personas migrantes. Cita como ejemplo las relaciones de pareja, donde se suelen apuntar intereses económicos o por conseguir regularizar los papeles: «Las relaciones no se asumen de igual forma si estás con una persona de aquí o una persona migrante».

 

«Algunos te acogen bien pero hay mucho rechazo, sobre todo a las mujeres»

Agustine salió de su país tras haber tenido problemas con el Gobierno por motivos políticos, por eso no quiere mostrar su rostro ante la cámara. Esta congoleña de 44 años trabajaba como administrativa en un hospital y su pesadilla comenzó tras alojar a un amigo de la familia, simpatizante de un partido nacionalista, que había resultado herido por la policía. «Un día salí del trabajo y cuando llegaba a mi casa me cogieron y me acusaron de ser cómplice de un opositor del Gobierno. Yo les expliqué que le había ayudado como amiga, que no tenía nada que ver con política».

De nada sirvió, la llevaron a la cárcel y permaneció allí unos tres meses sin que le juzgaran. Finalmente consiguió la libertad condicional, aunque bajo estrictas condiciones y constantemente vigilada por la policía. «Un día destrozaron mi casa, también golpearon a mis tres hijos… yo no podía más. Un compañero me advirtió de que corría el riesgo de volver a ser encarcelada y decidí huir», relata.

En su huida tuvo que dejar a su hija mayor y los dos gemelos en Congo. No quiere hablar mucho de ello, fue una difícil decisión que le pesa día a día. Da gracias a que las nuevas tecnologías le facilitan mantener el contacto con ellos. Viajó a Bilbo –aunque a ella le prometieron trasladarla a Bélgica– previo pago, en avión y acompañada de dos hombres. «Vine con una pequeña maleta y mi bolso. Me quitaron la maleta y me dejaron sola en un bar. No podía entenderme con nadie…», cuenta recordando aquel primer trance. Finalmente acudió a Cruz Roja tras las indicaciones de un hombre que la socorrió en la calle. De allí la derivaron a los servicios sociales, que le dieron plaza temporal en un albergue en Errekalde.

Después, a través de CEAR le explicaron que los hechos por los que había salido de su país eran motivo para solicitar asilo. «Me dieron una tarjeta de seis meses, la tarjeta roja. Salí del albergue y fui a un piso de CEAR que está en Santutxu, pero después de seis meses me quitaron la tarjeta porque decían que no tenía pruebas sobre lo ocurrido en mi país. Presenté diferentes documentos que pude conseguir a través de mi familia pero hasta hoy no tengo noticias sobre mi solicitud de asilo», explica. Pese a todo, ha regularizado su situación tras lograr el permiso de residencia y trabajo una vez pasados los tres años requeridos para certificar su arraigo.

«Fue difícil», confiesa sobre los primeros años en situación irregular. «Ahora por suerte trabajo en la limpieza y ya tengo los papeles», añade aliviada. Sobre la acogida en Euskal Herria, relata que lo más complicado fue el comienzo, sobre todo por la barrera del idioma. Su primera tarea fue aprender castellano en diferentes cursos, después acudió a clases de cocina, cuidado de mayores….

Respecto al trato con la gente, señala que ha vivido diferentes situaciones. «Depende de con quien te cruces. Algunos te acogen con normalidad, pero también hay mucho rechazo. La gente te trata como te trata, sobre todo a nosotras las mujeres. ‘Esa es una puta o ha venido a Bilbao para cobrar ayudas’, dicen muchos», expresa resignada. Y aclara: es la situación la que la ha traído a Euskal Herria. «No he cobrado ninguna ayuda, yo quiero trabajar y ganar lo mío. En mi país llevaba diez años trabajando, he perdido todo lo que tenía, así que tengo que volver a rehacer mi vida», declara con crudeza.

 

«A nadie le gusta dejar su país; no quiero ayudas, quiero una vida digna»

Rafid, de 43 años, y su familia llevan un año y dos meses en Euskal Herria, en Gasteiz concretamente. Antes estuvieron casi un año en Madrid. Vive en un antiguo piso, lleno de humedad, en la calle Santo Domingo, con su mujer, su hijo de 14 años y su hija de 7.

Sus primeros intentos por huir de Irak se remiten a 2006. Han sido diferentes procesos en los que ha pasado por Egipto, Malasia, Siria, Turquía… pero en todos ellos acabó volviendo a su país sin poder conseguir refugio. Su último intento ha sido en 2016, de su Irak natal primero hacia Turquía y desde allí a la isla griega de Samos. Nos relata que la ruta que siguió es conocida como «camino de la muerte»: «Fue muy duro, de noche en una patera pequeña con 68 personas. Familias, niños...», recuerda.

Durante su estancia en Grecia se apuntó en el programa de reparto de refugiados y fueron trasladados a un hotel en Atenas, donde permanecieron tres meses. Junto a ellos había muchos más en la misma situación. «Estábamos totalmente inseguros porque había agresiones de carácter racista, violaciones, rapto de menores…», detalla. Preguntamos por parte de quién se dan estos ataques y no sabe cómo responder exactamente, solo que hay grupos de todo tipo que actúan así.

Las secuelas de la guerra

Dentro del programa de acogida de refugiados fueron enviados de Atenas a Madrid, a un piso destinado para migrantes, donde estuvieron un año. Denuncia que el programa para la protección de los refugiados no está diseñado para personas que necesitan atención sicológica tras haber sobrevivido a un conflicto.

«La guerra en Irak empezó cuando yo tenía 8 años. Luego vivimos bajo bloqueo económico, la caída de Sadam Hussein, el comienzo de la guerra interna, el conflicto entre suníes y chiies, el Estado Islámico… todos los problemas que existen en el mundo están en Irak», declara con tono desesperanzado. Su caso particular ha estado condicionado por el hecho de ser el suní y su mujer chií, lo que los condenó a estar sometidos a una gran presión social hasta el punto de peligrar su vida. Salió de Irak tras haber sido amenazado de muerte. «Lo que yo diga aquí no se puede imaginar. A nadie le gusta salir de su tierra», apostilla.

«Para mí es importante que se tenga en cuenta la situación en la que llega cada uno cuando viene aquí, porque hay personas que pueden sufrir graves afecciones por provenir de un contexto de guerra», incide. A su juicio debería ofrecerse en primer lugar un tratamiento y después iniciar el proceso de adaptación. «Mi hijo, que tiene 14 años, todavía hay noches que recuerda historias de los cuerpos que ha visto por las calles en Irak. Mi hija sigue teniendo pesadillas», relata.

Destaca que cuando llegaron a Euskal Herria encontraron por parte de CEAR mucho más cuidado hacia los refugiados. La primera dificultad que encontraron fue la búsqueda de piso, por el «rechazo» que genera el hecho de ser inmigrante y estar en situación irregular. Con todo, destaca que se siente bien recibido por la sociedad gasteiztarra e incide en que su único deseo es poder emprender un nuevo proyecto de vida. «No quiero las ayudas, quiero trabajar y poder llevar una vida digna. Esa es nuestra gran impotencia. Cuando llegué esperaba poder empezar de cero, pero una vez aquí se pierde toda la esperanza».