Agustín GOIKOETXEA

Nunca una hora cundió tanto para la chavalería

Tras 43 días de confinamiento, aunque en algunos casos ha habido escapada para bajar la basura o ir a comprar el pan, volver a la calle ha sido para muchas niñas y niños algo increíble. Nunca una hora cundió tanto para la chavalería, que la ha aprovechado a tope en parques como el de Doña Casilda Iturrizar, en Bilbo.

Una mujer y una niña en bici en el parque de Dona Casilda Iturrizar, en Bilbo. (Aritz LOIOLA | FOKU)
Una mujer y una niña en bici en el parque de Dona Casilda Iturrizar, en Bilbo. (Aritz LOIOLA | FOKU)

Ha costado que el Botxo se desesperazase en esta cuadragésimo tercera jornada de reclusión forzada por el Covid-19, que muchos txikis aguardaban con impaciencia, al igual que sus progenitores. Si a primera hora parques y jardines han sido coto para las mascotas, con el paso de los minutos gritos, risas y algún lloro han dejado al descubierto que no era un día más, tampoco un domingo anodino como los seis anteriores.

No a las 9.00, pero sí una hora después, el parque de Doña Casilda Iturrizar era ya lugar de peregrinación para muchos, mientras espacios casi desiertos desde que se decretase el estado de alarma, como los paseos a ambas márgenes del Ibaizabal, se convertían en ruta obligada para txikis que querían volver a sentir el aire en sus rostros mientras daban pedaladas en sus bicicletas.

«¡La Policía, aita!», advertía un chaval a su padre, al tiempo que le daba la mano. Los mensajes escuchados en la televisión y a personas mayores han hecho mella en muchos niños y niñas, a los que les han tenido casi que obligar a bajar a la calle. «No pasa nada, estate tranquila», le decía una madre a su hija en medio de Gran Vía al ver pasar una patrulla. Antes, incrédula, la pequeña preguntaba por qué El Corte Inglés estaba abierto y el vigilante portaba una visera.

Otros, «más prudentes», simplemente caminaban de la mano de su madre o padre mirando unas aguas marrones tras las tormentas de la última noche, o comentaban el aspecto de las calles de la villa, semidesiertas, con la mayoría de bares y comercios cerrados. Los más jóvenes se conformaban con observar desde las sillas o empujando la de juguete que tantos kilòmetros ha hecho en los pasillos de sus hogares. Los ha habido que, tras salir del portal, se han encaminado a comprar chuches a una tienda cercana.

Doña Casilda, al igual que otras zonas verdes, se ha convertido en cancha donde disputar partidos con la familia. Qué mejor terreno para jugar un partido de fútbol que la hierba cuidada de sus jardines, donde las camisetas rojiblancas han sido mayoría, aunque las había tambien blaugranas con el nombre de Messi. Ha sido para muchos adultos una oportunidad también de pegar unas patadas a un balón y echar unas carreras a la espera de que el Gobierno español permita practicar deporte.

Otro lugar de visita ineludible ha sido el estanque para ver a patos y cisnes: los ha habido que han llevado pan para alimentarlos, un clásico.

«¿Ya hemos cubierto un kilómetro?»

«¿Ya hemos cubierto un kilómetro?», preguntaba Gorka, de 4 años, a su padre en medio de la Pérgola mientras avanzaba con su patinete. Su meta, el área de columpios, vetado y que a muchos les ha llevado a la siguiente pregunta: «¿Por qué nos dejan salir a la calle ahora si no podemos montarnos?». La «zona prohibida», acotada por cinta, ha sido visitada por muchos entre suspiros. Otro día será.

Los bancos también están vetados, pero han servido para que muchos los empleasen como improvisadas porterías, aunque lo más socorrido ha sido quitarse la sudadera para establecer dos postes. Tras más de media hora de carreras, más de uno ha visto en la cercana fuente pública una oportunidad de refrescarse, cortada de raíz por los más mayores. «¡Maddi, qué te había dicho! Ahí tienes la botella de agua si tienes sed», le advertían a una niña.

Y hablando de responsabilidad, a unos metros Aritz advertía a sus progenitores que la hora se agotaba y que había que retornar a su casa. A la ida o a la vuelta, algunos han aprovechado para saludar a aitite y amama, que esperaban apostados en la ventana o el balcón. «¡Hola Mikel!», gritaba una pareja desde un balcón a un pequeño que corría a bordo de su bicicleta. No es lo mismo una videollamada que saludar como siempre a un ser querido, aunque sea a metros de distancia desde un segundo piso.