Joseba Vivanco

La mejor vacuna, este título de la Supercopa del Athletic

Anoche, los athleticzales, volvimos a sentir el orgullo reivindicativo de ser del Athletic. De ser de algo. De un virus llamado Athletic. Que no nos lo robe nadie.

Los jugadores del Athletic festejan sobre el césped el título de la Supercopa. (Cristina QUICLER/AFP)
Los jugadores del Athletic festejan sobre el césped el título de la Supercopa. (Cristina QUICLER/AFP)

Hubo un tiempo en el que en partidos como el de anoche me hubieran apagado el televisor, o directamente me habría ido a dar un paseo, largo paseo, tratando de adivinar desde la calle algún grito desatado proveniente de un bar atestado de alterados futboleros. Pero también hace tiempo que decidí que mi estado de ánimo de los lunes no podía depender del resultado del Athletic los domingos; o al menos, que durara lo que la prórroga de un partido. Hice propósito de enmienda y solo las locuras de Bielsa, unos cuantos históricos partidazos europeos y poco más doblegaron mi fuerza de voluntad.

Reconozco mi rareza athleticzale. No recuerdo haber tenido, ni comprado, ni casi haberme puesto una camiseta rojiblanca en mi vida. Ni tener un ídolo para cargar con su pesado nombre a mis espaldas. Tengo envidia sana de esos, cuanto más mayores son más envidia de ellos, que se la enfundan en las previas de cada partido o que –eso es fanatismo futbolero o, como diría Eduardo Galeano, ateísmo con una sola religión, el fútbol–, la visten en la calle en verano y no precisamente en su destino vacacional, donde estamos obligados a anunciar a los cuarto vientos de dónde somos o de qué pie cojeamos. Pero he de confesar y confieso que anoche, como en la semifinal ante el Madrid, mi coraza de cincuentón responsable, padre de familia numerosa y primer regidor de mi pueblo por obra y gracia de mis convecinos, se vino abajo como cuando, de rodillas, ante la mirada comprensiva de mi entrañable abuela, me lancé al suelo de la cocina de casa después de que Noriega anotara aquel el 1-2 en Mestalla que daba una Liga.

Da igual que haya sido un trofeo llamado Supercopa, como si es ese Nodo balompédico que era la Intertoto; un título es un título y no se gana todos los días. Y más si eres el Athletic. Y más si eres del Athletic. Mi primera sobrina vino al mundo la misma noche que el Athletic ganó la Copa al Barça de Maradona en el Bernabéu. El bebé del amigo Beñat Zarrabeitia, el día que este Athletic le ganó al Madrid la semifinal y se metió en esta finalísima que anoche le ganó con justicia estajanovista al Barcelona de Messi, expulsado. Una y otro lo recordarán siempre.

Han pasado 36 años y entre ambas fechas, otra Supercopa, hace cinco. Y en la última década finales jugadas y perdidas, y otra final en abril próximo ante el vecino, que ahora mismo nos vemos ya alzando, aunque mañana será otro día. Anoche, los athleticzales, volvimos a sentir el orgullo reivindicativo de ser del Athletic. De ser de algo. De un virus llamado Athletic. Que no nos lo robe nadie. Por mucho que hoy alguno os crucéis conmigo y me veáis sin sudadera rojiblanca, ni cara de haber echado un polvo la noche del domingo o hablando de atemporales temas que nada tienen que ver con lo que pasó apenas unas horas antes. Ni siquiera por no poder festejar un título como se merece.

Son tiempos duros, también para el fútbol. Y no hay inoculación más efectiva frente a tanto virus mercantilista y elitista, tanta camiseta desnaturalizada y tanta aristocracia futbolística que vacunas como el Athletic, que vacunas como el épico triunfo de anoche. El de David contra Goliat, el de los 300 espartanos de Leónidas frente a la insultante superioridad de las hordas de Jerges. El del caño de Balenziaga a Dembelé. El del gol de justicia de 'Demar'. El de un chaval de Gernika en el minuto 89. El del hijo de unos migrantes africanos para el 3-2. Lo cantan en ese graderío de San Mamés históricamente con menos repertorio que una película de Nacho Vidal: Ni Barça, ni Madrid… ¡Athletic!