Ramón Sola

Arregi: el crimen más documentado, tan impune como los demás

Cuatro folios escritos a mano en el Hospital de Carabanchel y con manchas de sangre dieron fe del calvario de Joxe Arregi. Las fotos del cuerpo sacadas en el cementerio de Zizurkil confirmaron la brutalidad de las torturas. Pero no hubo castigo, ni casi condena. Y así sigue todo 40 años después.

El cuerpo de Joxe Arregi, en la capilla ardiente. (Fondo Euskal Memoria)
El cuerpo de Joxe Arregi, en la capilla ardiente. (Fondo Euskal Memoria)

La brutalidad y la impunidad de la tortura en Euskal Herria tienen miles de víctimas pero se resumen en este nombre: Joxe Arregi Izagirre. Este sábado se cumplen 40 años de su muerte en Carabanchel por maltratos tremendos que quedaron recogidos en texto y en imágenes y que todavía estremecen pasadas cuatro décadas.

En el pasado otoño fallecía Iñaki Agirre. Era el preso de ETA p-m. que firmó junto a Xose Lois Fernández González, de los GRAPO, y Lois Alonso Riveiro, del PCE-r, la misiva que daba cuenta del final de Joxe Arregi. Los tres convalecían aquellos días en el Hospital Penitenciario de Carabanchel, a cuya celda número 23 fue llevado en estado lamentable este vecino de Zizurkil, nacido en Asteasu 29 años antes. Narraron que el vecino de Zizurkil ya se sentía morir: «Nik uste diat hiltzekotan nagoela». Desgraciadamente no se equivocaría.

De la carta (aquí en formato pdf legible) quedó para la memoria colectiva vasca una frase, la que recogió ‘Egin’ en su portada tras la muerte de Arregi: «Oso latza izan da». Pero son varios pasajes los que ilustran el drama del momento: su imparable deterioro físico, las marcas en todo el cuerpo, la sensación de sed, los ataques epilépticos que había padecido en manos policiales, la angustia del practicante que no encontraba dónde inyectarle el antibiótico...

Para entonces Isidro Etxabe, detenido junto a Joxe Arregi, ya le había trasladado al abogado Iñaki Esnaola que «le han hostiado. Ha tenido problemas muy fuertes con el riñón y la vejiga. Ayer le vi hinchado, amoratado. En otro momento puede ver que le daba un ataque como epiléptico y le salía espuma por la boca».

A aquellos testimonios crudísimos se les sumarían las imágenes: el cuerpo sin vida de Arregi era una sucesión de hematomas, llagas y quemaduras. Se obtuvieron tres días después, en el cementerio de Zizurkil y tras abrir la tumba, en una acción en la que participaron el abogado Juan Unzurrunzaga y otras personas, sin informar a la familia, a medianoche, tras un día de huelga general en Euskal Herria.

La autopsia realizada el día 14 ya había enumerado todas esas heridas en cabeza, tórax, hombro, nalgas, muslos... incluso en las plantas de los pies. Al detenido lo habían reventado a golpes y otros tormentos, pero la causa de la muerte se atribuyó asépticamente a «fallo respiratorio originado por proceso bronconeumónico con intenso edema pulmonar bilateral y derrame en ambas cavidades pleurales y pericardio». La misma indiferencia con que lo contó Enrique Galavis, el director de Prisiones: «Se ha muerto cuando lo llevaban a la ambulancia, en el ascensor».

Y pese a todo, impune

Pocas veces un crimen habrá quedado tan documentado. Y menos aún por torturas, una práctica blindada por el régimen de incomunicación, por la opacidad de los calabozos y por la «omertá» policial. Y sin embargo, la impunidad se impondría también aquí.

Según la versión oficial, hasta 73 policías habían estado con Arregi, un joven robusto que no llegaba a 30 años, en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de Madrid. Pero solo cinco fueron detenidos y apenas dos resultaron condenados, a penas de cuatro y tres meses y después de una absolución inicial que tuvo que matizar el Tribunal Supremo 18 años después (1989).

Tiempo después se supo que Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales habían sido indultados y además ascendidos, al igual que otros responsables de la detención: la muerte ocurrió con la UCD en el Gobierno pero el juicio y los recursos se resolvieron ya con el PSOE en el poder.

Uno de los policías condenados no tuvo reparo en alegar que «es público y notorio que los terroristas se autolesionan y luego denuncian malos tratos». La versión oficial inicial había tratado de achacar las lesiones a una «pelea» en los calabozos, como si tal cosa fueron posible.

El contexto de aquellas jornadas había sido especialmente envenenado. El mismo 4 de febrero en que fue detenido Joxe Arregi por pertenencia a ETA militar, los electos de HB y LAIA recibieron al rey español en Gernika con el ‘Euskal Gudariak’. Arregi estaba en comisaría cuando ETA acabó con la vida de José María Ryan, el ingenierio-jefe de Lemoiz, el día 6. Todavía seguiría en manos policiales seis días más, hasta que el 12 lo llevaron al hospital de Carabanchel, ya a punto de morir. Para completar el cuadro ambiental no cabe olvidar que en Madrid se preparaba el «tejerazo»; el asalto al Congreso sería solo diez días después.

Ampliando más el foco, 1981 marcaría la apoteosis de la represión, paralela a la acción armada de ETA aunque yendo más allá de la organización. En esos doce meses fueron juzgados 249 vascos en 76 vistas en la Audiencia Nacional, se habían acumulado ya 435 presos políticos en apenas cuatro años tras la amnistía y se contabilizarían 244 cargas.

Si en Madrid se pasó página con rapidez y sin vergüenza, en Euskal Herria el caso terminó dando nombre al día contra la tortura. Su emblema es el cuerpo destrozado de este joven bertsolari y mendizale, que había estudiado en Hondarribia y Altsasu, trabajado como electricista y transportista y entrado en ETA tras incrementar su conciencia política en el Proceso de Burgos.