Fermin Munarriz
Elkarrizketa
Francisco Letamendia
Autor de ‘Cultura política en Occidente. Arte, religión y ciencia’»

«La distopía del Leviatán anticipó el Estado como agente creador de valores»

Al cabo de cinco décadas de investigación en el campo de la ciencia política y de más de 35 libros publicados, esta es la tarea más ambiciosa de la carrera de Francisco Letamendia, doctor en Historia Social por la Universidad de París y profesor emérito de Ciencia Política de la UPV-EHU.

Francisco Letamendia, con su último trabajo.
Francisco Letamendia, con su último trabajo.

Cuatro voluminosos tomos integran el trabajo en construcción "Cultura política en Occidente. Arte, religión y ciencia", el segundo de los cuales, dedicado a "Los Estados-Leviatán (siglos XV a 1789)", ha visto la luz durante la pandemia.

En plena era de mensajes breves y pinceladas superficiales, podría parecer una osadía sumergirse en semejante empresa, pero para un «amante de la música y las artes plásticas, e interesado en la religión, la literatura y la filosofía, está siendo un placer de dioses canalizar todas ellas».

Eso sí, el autor acepta «con resignación las consecuencias de esta locura; sobre todo, la indiferencia hacia mi investigación, que contrasta con el interés por mis actividades de hace medio siglo; pero ese pequeño amargor queda compensado por la felicidad de aprender una cosa nueva cada día».

Acostumbrados a acceder a la historia de modo parcelado, en su relato nos encontramos una vocación de totalidad: no solo desgrana los acontecimientos políticos, sino su germen intelectual y filosófico, la implicación del arte y la ciencia, la religión, la economía y la literatura, y hasta la vida cotidiana… ¿Por qué de este modo?

Porque es la cultura política –esto es, la actitud de los seres humanos hacia el poder, el Estado, la comunidad– la que unifica todas esas parcelas. Lo que determinaba antes del siglo XVIII la cultura política era el arte y la religión, y más tarde la ciencia; desde la Revolución Francesa surgieron junto a ellas las identidades políticas y las ideologías.

¿Qué nos desvela a través de los cuatro tomos de esta obra?

Me propongo desvelar la dinámica de Occidente desde el punto de vista citado, un Occidente limitado hasta hace poco tiempo a un solo continente, Europa, territorio de tamaño medio si se compara con la tierra firme de todo el mundo, y heterogéneo, contrariamente a la unidad antigua del Imperio Romano. Es el hogar de muchos de los grandes hallazgos artísticos y políticos de la humanidad, pero también corral de pelea de gallos, que ha exportado en los últimos siglos su agresividad al resto de países.

En el período que aborda en este segundo volumen, del Renacimiento a la víspera de la Revolución Francesa, se rompe la unidad de las dos totalidades: el Imperio y la Iglesia. La Reforma protestante abre un cisma en el cristianismo. ¿Qué supuso la ruptura religiosa?

La trayectoria de estas dos totalidades fue desigual: la Iglesia siguió siendo una hasta el siglo XVI, mientras que el Imperio no pasaba de ser la añoranza de los Habsburgo centro-europeos, a los cuales se enfrentaron monarquías rivales cada vez más poderosas: la francesa, la inglesa y el reino castellano-aragonés.

El hartazgo de los disidentes ante la corrupción vaticana dio lugar a principios del siglo XVI a la Reforma, la cual prefiguró involuntariamente el Absolutismo. Los llamamientos a la vida interior del creyente pronto dan paso al individualismo que cimentará las futuras sociedades capitalistas.

Felipe II, retoño del Habsburgo Carlos V, soñó con renovar un imperio monolíticamente católico. Consiguió apoderarse de la mayor parte de América destrozando las culturas amerindias, mientras sus guerras contra el norte protestante arruinaron al reino de España y le cerraron el camino hacia la modernización de su cultura política.

De las guerras de religión surgió la Inglaterra reina de los mares y, apoyado en el racionalismo cartesiano, el modelo absolutista francés del "Rey Sol" Luis XIV. Quedaba pendiente transformar la Europa de los estamentos –clérigos, burgueses, campesinos– en la Europa de los soberanos y los súbditos.

Afirma que hasta la Revolución Francesa las identidades políticas y las ideologías no existían; la religión, el arte o la ciencia legitimaban a los gobiernos. Un momento clave en el Renacimiento son las revelaciones de Copérnico y el heliocentrismo. ¿Es el punto de arranque de una revolución científica secular?

Sí, y en paralelo, de una revolución filosófica preburguesa. El arte del Renacimiento dejó de representar las verdades eternas medievales para abrirse al mundo de la naturaleza y de los seres reales. En el barroco del siglo XVII, la pintura y la arquitectura se dispararon hacia el cielo para olvidarse de la tierra. El panteísmo se enseñoreó también de la ciencia; Copérnico, Kepler, Galileo... destronaron el planeta Tierra de su trono del centro del mundo, contra las convicciones de los griegos y, sobre todo, de la Iglesia. La filosofía siguió a la ciencia.

Descartes compartió con Galileo su indiferencia hacia la tradición escolástica y su método basado en la matematización de la realidad y de la filosofía. En esta disciplina, el conocimiento se desarrollaría a partir de unas primeras verdades autoevidentes: las deducciones matemáticas avanzarían a través de unos pasos rigurosos y simples.

Pero Dios y la inmortalidad salieron indemnes del envite. Además, su racionalismo casaba bien con el deseo de los estados emergentes de racionalizar su burocracia y de separar la esfera de la realidad política de la religiosa. La racionalidad de Descartes fue el embrión de la Ilustración y del individualismo liberal del emergente capitalismo.

Y surge el Estado-Leviatán: los súbditos entregan al soberano facultades y libertades para recibir a cambio su protección. ¿Qué supone este nuevo "contrato social"?

El inglés Hobbes fue el primer filósofo en aplicar el racionalismo y el mecanicismo cartesianos al mundo del poder y la política. Defensor acérrimo del absolutismo estatal, identificó la paz, en la Inglaterra convulsa en la que le tocó vivir, con la construcción de un monstruo artificial, Leviatán, el cual devolvería la seguridad a los ciudadanos con exclusión de todo atisbo de democracia.

Su visión del ser humano era pesimista. Afirmó que el hombre, como los animales, siente apetito hacia cuanto pueda cubrir sus necesidades pero, contrariamente a ellos, puede proyectar su deseo hacia el futuro. De ahí su afán ilimitado de poder y de dominio, que pugna con otro principio central para el ser humano: el de la autoconservación. Pero el deseo de poder del “homo homini lupus” –el hombre es un lobo para el hombre– ponía en peligro estos bienes.

Ello solo podía arreglarse mediante la creación de un monstruo que impusiera la paz y la seguridad. Simbolizó con el nombre de Leviatán el gran poder del soberano; todos y cada uno de los súbditos eran coautores de las decisiones de su gobierno, quedando obligados de por vida en virtud del contrato social, sin poder renunciar a él. El soberano, en cambio, quedaba fuera de la obligación del contrato, por lo que los súbditos no podían limitar sus poderes.

La aterradora distopía del Leviatán anticipó y justificó el funcionamiento no solo del emergente Absolutismo de su tiempo, sino también del estatismo como doctrina y como identidad, que hace del Estado el único agente creador de valores en el campo socio-político.

A pesar del paulatino distanciamiento entre el Estado y la Iglesia, los poderes se alían con las respectivas confesiones religiosas para alimentar la unidad nacional, pero también para controlar la vida privada de los súbditos. ¿Cómo afecta esto a la vida cotidiana del pueblo llano?

En efecto, el Absolutismo descendió al terreno de la sociedad; el Estado se alió con sus respectivas confesiones para controlar la vida privada de sus súbditos; correspondía ahora a la mujer, en colaboración con el cura o el pastor, disciplinar la vida afectiva y sexual de la casa bajo el poder absoluto del marido, "rey-sol" de cada familia ampliada. La caza de brujas sirvió para mantener por el terror la adhesión de las mujeres al orden establecido.

Pero el Leviatán reinaba sobre una sociedad formada ahora por el clero, la nobleza y la burguesía. Los absolutismos mantuvieron una lucha incesante por sujetar a los tres estamentos, sin llegar a conseguirlo. Cuando, uno de ellos no fue capaz de dominarlos, esto es, la Francia de fines del siglo XVIII, sobrevino la Gran Revolución, que quiso hacer de los tres estamentos (o “estados”) una única y compacta nación.