
Fiel a su cita diaria y finalizado el cuidado de su huerta, compartía mesa y mus 'a la fresca'. En cuanto la Calle Mayor eludía con sus sombras el calor de una tarde cualquiera de verano y sobre la mesa se agolpaban reyes, sotas y caballos, el ritual era animado por su voz de trueno que, acompañado por un rostro que parecía cincelado en roca, le otogaban un aspecto intimidatorio que se diluía en cuanto delegaba en la palabra el gobierno del tiempo.
Xabier Antoñana pertenecía a esa tipología fordiana de personas que parecen nacidas de las mismisims entrañas de la tierra, siempre apegadas a un territorio en los que se alterna el cariño, el dolor y los anhelos.
En ese territorio donde quedaron resguardados sus recuerdos -entre los muros de la ciudad eternamente asediada de Viana-, Antoñana recogió el eco de un pasado que reactivó a través de su ideario político y creativo.
Siempre dijo que tanto él como su hermano Pablo quedaron señalados para siempre y desde el instante en que su madre los parió en la cama del mismísimo Navarro Villoslada y de esta forma, las páginas que un día recrearon la agonía de Roldán en la batalla de Orreaga, aquel último estertor que el paladín de Carlomagno empleó para hacer sonar por última vez su cuerno Olifante, pasaron a formar parte de los Antoñana.
Mientras uno cimentó la República de Ioar, en este mismo enclave de tierra fértil y de engañosa apariencia reseca, el otro también captó la cronología de una ciudad que resguarda tras sus muros los testimonios de la historia de Nafarroa.
Cuando los tiempos dictaban temor, encontró en el amparo clandestino de la noche el escenario para devolver el euskara a una Erribera a la que se quiso estirpar parte de su historia y cultura. Y cada vez que se declaró la caza de 'ikurriños', mantuvo abierta su puerta a quienes requerían refugio.
Lo impensable en aquellos días se ha transformado en algo habitual en la Viana de hoy en día pero a Xabier Antoñaba también le gustaba dirigir su mirada hacia ese pasado teñido de leyenda porque, cruzada la medianoche y finalizado el último tañido de la iglesia de Santa María, los relatos de Xabier retornaban del olvido y era posible escuchar, entre las callejas de la ciudad dormida, el eco del último galope enfebrecido de César Borgia cruzando el portal de la Solana para no regresar jamás; el canto de la sorgiña Endregoto; las risas de los niños que se agolpaban en el mercado de la plaza cada vez que el brujo Joanes de Bargota extraía palomas de los cántaros de aceite o los disparos que se cruzaban carlitas y liberales a las puertas del ayuntamiento.
De entre todas las reuniones compartidas con él, asomó el interés por fantasear con esas crónicas que nacieron de una ciudad asediada y, a la vez, protectora de sueños y anhelos.

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