Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

Un padrón cada vez más grande, un censo electoral cada vez más pequeño

Con la excepción de las municipales, para votar en Euskal Herria se requiere la nacionalidad española o francesa. Este requisito hace que la brecha entre el censo electoral –quienes eligen a sus representantes– y el padrón municipal –quienes realmente viven en el territorio– sea cada vez más grande.

Un votante muestra el DNI a una miembro de una mesa electoral de Ordizia en las elecciones del 12 de julio de 2020 al Parlamento de Gasteiz. (Gorka RUBIO/FOKU)
Un votante muestra el DNI a una miembro de una mesa electoral de Ordizia en las elecciones del 12 de julio de 2020 al Parlamento de Gasteiz. (Gorka RUBIO/FOKU)

En 1998, en Araba, Bizkaia y Gipuzkoa había empadronadas 2.098.628 personas; en las elecciones al Parlamento de Gasteiz de aquel año, el censo electoral estaba compuesto por 1.821.608 personas. Dos décadas más tarde, en 2020, el padrón de la CAV alcanzó, según el INE, las 2.220.504 personas. Hablamos de un crecimiento de casi el 6% en la población de los tres herrialdes. Si nos preguntasen a bocajarro, pensaríamos que el censo electoral debería haber crecido de una manera proporcional, pero no ocurre así. En las elecciones de julio del año pasado, el censo electoral de la CAV estaba compuesto por 1.794.316 personas. Es decir, menos que dos décadas atrás –un 1,5% menos, concretamente–.

¿Qué ha ocurrido aquí? Una respuesta posible sería un baby boom que hubiese hecho que el aumento de población se debiese sobre todo a un crecimiento endógeno. Es decir, que el grueso del crecimiento estuviese constituido por menores todavía sin edad de votar. Evidentemente, esto no ha ocurrido. Según Eustat, en 1998, el 19,2% de los residentes en la CAV tenía menos de 19 años; en 2020, la cifra era del 18,5%, prácticamente sin variaciones.

La sangría en el censo electoral hay que buscarla en otro lugar, y para ello puede ayudarnos observar cómo ha crecido la población durante estas dos décadas. Dicho de otro modo, hay que fijarse en la inmigración. En 2020, en el padrón municipal de la CAV había inscritas 119.026 personas más que en 2001. Si atendemos a la población nacida fuera del Estado español, sin embargo, el incremento en estas dos décadas ha sido de 196.300 personas. Es decir, hace tiempo que, si no fuera por la inmigración, la población de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa estaría menguando de forma preocupante.

Aquí es donde se empieza a esbozar una explicación a la brecha cada vez más grande entre padrón y censo electoral, porque para poder votar en las elecciones al Parlamento de Gasteiz, así como al Congreso español, es requisito imprescindible tener la nacionalidad española. No ocurre lo mismo en las elecciones municipales, donde los ciudadanos de la UE y de otros países con acuerdos de reciprocidad pueden votar, siempre que sean residentes.

Dicho fácil, para votar en las autonómicas hay que tener un DNI español. Para inscribirse en el padrón municipal, sin embargo, basta con un pasaporte –sea del país que sea–, y un justificante de ocupación de la vivienda. El censo electoral nos habla de la gente que tiene derecho a elegir a sus representantes; el padrón nos habla de la gente que realmente vive en un territorio. Y la brecha entre ambas fotografías no ha hecho sino aumentar durante las dos últimas décadas. En 1998, el 86,8% del padrón de la CAV estaba inscrito en el censo electoral; en 2020, el porcentaje baja al 80,8%.

Ocurre lo mismo, o peor, en Nafarroa, donde en 1999, un 85,8% del padrón estaba inscrito en el censo electoral. En las elecciones autonómicas de 2019, el porcentaje bajó a un 77,9%. Y es razonable pensar que puede ocurrir algo semejante, en proporción a la inmigración recibida, en Ipar Euskal Herria, pues en el Estado francés es también la nacionalidad la que otorga la carta de ciudadanía y, por ende, el derecho a voto en todas las elecciones.

Una estimación impactante

Hasta aquí las cifras extraídas directamente del INE, Eustat y los gobiernos de Gasteiz e Iruñea. A partir de ellos se puede hacer una estimación de la cantidad de gente que vive entre nosotros sin derecho a voto. Siempre será una estimación, pero puede ayudar a comprender el tamaño del problema.

Para ello hay que hacer dos operaciones. Primero, hay que restar del censo electoral a los votantes inscritos en el CERA, es decir, ciudadanos vascos con nacionalidad española y derecho a voto pero residentes en el extranjero. En 2020 fueron 75.832, lo que deja el censo de residentes en la CAV en 1.718.484 personas. Segundo, hay que restar del padrón a los menores de 18 años. No es posible conocer la cifra exacta, pero en 2020, según Eustat, las personas nacidas a partir de 2003 eran 340.553 personas, lo que dejaría el padrón en unas 1.880.000 personas en edad de votar.

Insistimos en que es una estimación, pues tampoco se conoce la cantidad exacta de migrantes –los hay que no están siquiera empadronados–. Estas cifras, en cualquier caso, permiten situar en torno a las 160.000 personas en edad de votar las que, en la CAV, tienen vetado el derecho a elegir a los representantes políticos del lugar en el que viven.

Migración, participación y renta

El tema da más para una tesis doctoral que para un artículo periodístico de agosto, pero tirando levemente del hilo emergen algunas de las implicaciones de esta brecha creciente entre padrón y censo electoral.

Cabe recordar, como han señalado reiteradamente investigadores que se dedican a estudiar la participación en los sistemas democráticos –en Euskal Herria destaca Braulio Gómez, por ejemplo–, que votar resulta contagioso. Es decir, que las posibilidades de que una persona vaya a votar están condicionadas por el ambiente en el que se mueva. Es más fácil que una persona participe en las elecciones si a su alrededor la gente también lo hace y se habla sobre ello; es mucho más difícil que lo haga cuando los comicios son una cosa extraña que apenas roza la comunidad en la que uno vive.

Sería necesario un estudio más minucioso para validar la hipótesis, pero apenas sorprende que un rápido vistazo a los datos de las elecciones de julio de 2020 en la CAV muestre la relación entre abstención y población inmigrante. Como botón de muestra, en las cinco mesas con menor participación de Bilbo –con tasas de abstención superiores al 70%–, el porcentaje de población extranjera, según Eustat, es del 14%. Por el contrario, en las cinco mesas con mayor participación –con tasas de abstención inferiores al 40% el 12 de julio de 2020–, el porcentaje de población extranjera no llega al 4%.

No parece muy arriesgado apuntar que, en términos generales, allí donde más población sin derecho a voto hay, más fácil es que quien sí tiene derecho al sufragio activo tampoco acuda a las urnas, dado que el interés colectivo sobre las elecciones de turno siempre será menor allí donde un porcentaje importante de la población no pueda expresar sus preferencias.

A modo de círculo vicioso, esta realidad hace que los partidos apenas busquen el voto en las zonas de alta abstención, sabedores de lo que cuesta movilizar allí a los votantes. Como consecuencia, las preferencias y mandatos de estas comunidades no obtienen espacio en el sistema representativo actual. Explicado en estos términos, esto debería preocupar por sí solo, pero el problema adquiere características más graves al recordar que las poblaciones infrarrepresentadas son siempre las de rentas más bajas.

El botón de muestra antes citado no falla: la renta media en las cinco mesas de Bilbo con menor participación en las elecciones del año pasado, donde hay un 14% de población inmigrante, es de 8.200 euros. En el otro extremo, la renta media de las cinco mesas bilbainas con mayor participación –4% de población inmigrante– se dispara a los 28.000 euros.