David Meseguer
Jarkov

Jarkov, la ciudad herida por la madre patria

De mayoría rusófona, la segunda urbe más importante de Ucrania sigue siendo uno de los epicentros de los combates. La elevada frecuencia de los bombardeos y el alto grado de destrucción ha convertido muchos barrios en inhabitables.

Un edificio del barrio de Oleksiivka, con daños causados por las bombas.
Un edificio del barrio de Oleksiivka, con daños causados por las bombas. (David MESEGUER)

Las morgues siempre son el termómetro de la guerra y su letalidad. Los 150 cadáveres amontonados en dos largas hileras en el patio exterior de un depósito con capacidad para 40, dan fe de la ferocidad de los combates en Jarkov, la segunda ciudad más importante de Ucrania tras la capital. En sacos de plástico o sin ningún tipo de cubrimiento, los malolientes féretros de civiles y militares esperan sobre el asfalto a ser reconocidos por algún familiar. «Tenemos un problema de saturación, pero aun no estamos al nivel de Mariupol», explica a GARA Yurii Kravchenko, jefe del Departamento de Medicina Forense de la provincia de Jarkov.

Situada 490 kilómetros al este de Kiev y a tan sólo 30 de la frontera rusa, esta ciudad de mayoría rusófona continúa siendo uno de los epicentros de los combates desde que el pasado 24 de febrero Rusia decidiera invadir Ucrania. En todo este tiempo, Jarkov ha perdido la mitad de sus 1,4 millones de habitantes y ha visto cómo su patrimonio cultural ha resultado seriamente dañado por los constantes ataques rusos.

Bombardeada día y noche

Bajo una intensa nevada, la destrucción de edificios emblemáticos del centro como la sede del Consejo local o la Facultad de Económicas cobra aún un carácter más fantasmagórico con la soledad que se respira en las calles. Jarkov, en su día uno de los principales núcleos industriales, culturales y educativos del país, es ahora un cementerio de esqueletos de inmuebles calcinados y reducidos a escombros. El transporte público no funciona ni tampoco los semáforos para que los vehículos no se detengan y minimizar así el tiempo de exposición a los constantes bombardeos que pueden oírse y verse en toda la urbe.

A diferencia de Kiev, para evitar atascos y aglomeraciones que pueden ser letales, las fuerzas ucranianas tienen muy pocos checkpoints en la ciudad, una carencia que compensan con decenas de patrullas de Policía en movimiento que constantemente identifican a transeúntes y conductores. En las aceras no hay casi nadie porque la población que ha decidido quedarse está escondida bajo tierra en sótanos y espacios como el metro.

A pesar de que Jarkov es, después de Mariupol, una de las urbes más castigadas por las fuerzas rusas, no está completamente cercada porque el Ejército ucraniano ha conseguido contener la ofensiva en su parte norte y mantener la zona sur abierta y conectada con el resto del país. De camino a los barrios septentrionales cercanos al frente, las carreteras están plagadas de camiones militares calcinados y decenas de barricadas custodiadas por soldados y blindados ucranianos. 

PÉRDIDAS
Jarkov ha perdido la mitad de sus 1,4 millones de habitantes y ha visto cómo su patrimonio cultural ha resultado seriamente dañado por los constantes ataques rusos.

En Saltivka, un barrio de clase obrera del noreste construido durante los últimos años de la URSS, la gran mayoría de sus enormes bloques de viviendas padecen las secuelas de los ataques de la aviación y la artillería rusa. Grandes boquetes, ventanas y puertas arrancadas de cuajo y fachadas ennegrecidas por los incendios, son el panorama dominante en este distrito ahora prácticamente desértico en el que muchos trabajadores estaban empleados en la cercana fábrica de tractores, también atacada.

Los 35 del garaje de Saltivka

Sometidos al continuo e intenso fuego de las posiciones rusas situadas a menos de 10 kilómetros, los pocos vecinos que quedan en el barrio están escondidos en el subsuelo. Es el caso de 35 vecinos que, reacios a abandonar Jarkov, se han instalado en un aparcamiento con garajes o trasteros. El edificio de cinco alturas solo está habitado en los garajes de la planta baja y en los minitrasteros del subsuelo, porque son los lugares más resguardados de los bombarderos.

Para combatir a las gélidas temperaturas, una decena de personas se reúne en torno a una estufa de leña ubicada en la estancia del vigilante del parking. Sin instalación de gas y con ausencia de corriente eléctrica en las últimas horas, los vecinos entran en calor en esta pequeña estancia mientras matan el tiempo conversando. En la puerta de al lado está el despacho del gerente que ahora ocupan Constantin y Larisa Voyko, dos artistas septuagenarios dedicados a los retratos a carboncillo y al interiorismo, respectivamente.

«Un mortero cayó cerca de nuestra casa y rompió todas las ventanas. Vivimos en un octavo piso y es demasiado peligroso», señala Constantin, quien estudió Ingeniería Radioeléctrica antes de dedicarse profesionalmente a su gran pasión: el arte. Herido en el brazo por la esquirla de un proyectil cuando salía de comprar, este hombre que ahora ejerce de gestor de esta ciudad-refugio subterránea explica que cuando comienzan las explosiones bajan al trastero para resguardarse y poder dormir.

«Putin hace 20 años ya no me gustaba, pero nunca imaginé que fuese capaz de lo que ha hecho. Es una nueva versión del fascismo», apunta desde un sillón al lado del cual hay un caballete plegado y varias láminas guardadas. «Lo peor es no poder dibujar porque siempre estoy ocupado. Lo mejor es que he adelgazado 10 kilos en un mes porque he perdido el apetito», bromea antes de guiarnos hacia el sótano para enseñarnos el trastero donde se refugia la pareja y sus cuatro gatos.

Tras bajar unos cuantos tramos de escalera hasta el subsuelo, la oscuridad reinante en los múltiples pasillos de esta ciudad subterránea solo se rompe por el resplandor de las linternas de los teléfonos de sus habitantes. En un diminuto trastero reside Sergei, un vendedor de recambios de automóvil de 48 años ataviado con gorro, cazadora y botas de montaña para combatir el frío y la humedad.

«Los rusos atacan a propósito a los vecinos para asustarnos y que abandonemos la ciudad. Pero yo estaré en Jarkov hasta la victoria, no tenemos otra opción», comenta Sergei, quien tiene a su mujer e hija refugiadas en Alemania. Su metro noventa de altura, apenas cabe en un trastero en el que las pertenencias de la familia almacenadas allí de forma habitual comparten espacio con un colchón sobre un somier improvisado con maderas, latas de comida y una estufa eléctrica que ha traído para sobrevivir.

De nuevo en la planta baja, Larisa y Tarás Sevchenko, profesor de Educación Física retirado y exmonitora de esquí, preparan un té caliente en el hornillo a gas que tienen junto a un gran iglú de campaña que ocupa la parte central del garaje. La pareja de 68 años explica que cocinan allí la comida que les traen al parking los voluntarios y que matan las horas leyendo y durmiendo. «Sólo salimos de forma fugaz para ver el estado de nuestra casa y alimentar a nuestros gatos», apuntan mientras el hombre muestra un libro de Tarás Sevchenko, poeta del siglo XIX y uno de los padres de la literatura moderna ucraniana y visionario de la Ucrania moderna.

«En Jarkov casi todo el mundo tiene algún familiar en Rusia. Mi hermana de 75 años vive allí y cuando comenzó el conflicto me dijo que los nacionalistas ucranianos estaban bombardeando la ciudad», señala incrédulo Tarás. «¿Salir como refugiados, nosotros? ¿Y a dónde iríamos? No queremos estar en una escuela durmiendo con decenas de personas. Solo abandonaremos el país para hacer turismo. Nos quedaremos en la ciudad para contribuir a su reconstrucción», sentencia Larisa, para añadir que meses antes habían ido al pico Elbruz para hacer alpinismo.

Tanques junto a edificios residenciales

En una tienda destruida de Oleksiivka, otro barrio obrero de la periferia en el que predomina el olor a quemado, varios vecinos salen con bolsas llenas de los pocos productos que quedan. Residentes en el bloque 310 del boulevard Moscú, dicen que el dueño les ha dado permiso. La situación de seguridad alimentaria en Jarkov dista de ser crítica gracias a los puntos de entrega de comida que el Gobierno y diferentes ONG han establecido en distintos puntos de la ciudad. «Tengo una tienda y soy autónoma. Este marzo no tengo ni un ingreso. No me queda otra», explica una señora de las aproximadamente que espera en una cola en la que hay 400 personas.

En Piatykhatky, un barrio obrero de bloques residenciales bajos visiblemente dañado por los combates, las unidades de infantería y los blindados ucranianos están apostados junto a viviendas donde todavía quedan algunos civiles que se resisten a abandonar su hogar. Los rusos están a menos de 10 kilómetros de allí separados por un bosque. Alexander, un ingeniero de la construcción, explica que hay diésel y gasoil, pero es difícil encontrar gasolina si no se recurre al mercado negro, donde ha duplicado su precio y el litro se paga a 1,80 euros.

En el hospital Número 4, Natalia, la jefa de enfermería de la Unidad de Cirugía Traumatológica, indica que tras los primeros días de guerra la actividad se ha estabilizado porque solo queda la mitad de la población. «Siguen llegando heridos de guerra, pero no al nivel frenético de los primeros días», dice la sanitaria, que relata que trabajan en «turnos de 96 horas para minimizar el peligro que suponen los desplazamientos y que, por seguridad, parte del personal sanitario se ha instalado con sus familias en el hospital».