Ramon Sola
Aktualitateko erredaktore burua / redactor jefe de actualidad

De «Euskal Herrira» a «Etxera», un paso natural frente a muros y zancadillas

La marcha de Bilbo ha traído malas noticias para los negacionistas: la nueva fase en la lucha por los derechos humanos de los presos arranca con fuerza. Pero también hay malas noticias, o simplemente una dosis de cruda realidad, para quienes sí están en esa batalla: queda casi todo por hacer.

El nuevo símbolo de la nueva fase, este sábado en Bilbo.
El nuevo símbolo de la nueva fase, este sábado en Bilbo. (Gorka Rubio | Foku)

Los cambios de fase nunca son fáciles, ni para las personas ni para los colectivos: hay que superar inercias propias, enfocar objetivos diferentes, fijar nuevos plazos, cambiar mentalidades, renovar lemas y símbolos... Sare y Etxerat han tenido que hacer el tránsito –del «Euskal presoak Euskal Herria» ya felizmente casi agotado al «Etxera» por conseguir– en un momento que además es de cambio de era social: un ciclo navideño pospandémico que ha generado cotas de desconexión auténticamente veraniegas. Y a todo ello se le sumaba una distorsión de los hechos, en algunos casos inducida malévolamente y en otros asumida involuntariamente como real: el mensaje de que la cuestión de las personas presas ya está resuelta, o al menos encarrilada.

En este contexto lleno de trampas, que 67.000 personas salieran a la calle no solo supone un éxito de convocatoria. Mucho más importante aún, supone arrancar con fuerza esta nueva fase. Se atisba que hará falta, eso sí, multiplicar la pedagogía. Quienes dicen no entender qué significa «etxera» o están reprochando a Sare y Etxerat no haberlo explicado bien tienen a mano la explicación difundida el pasado martes: se lee rápido y fácil, son apenas 2.600 caracteres, un tercio de lo que ocupa este texto.

La palabra «pinchazo» sobrevoló la mañana del sábado Bilbo. En las circunstancias citadas, no solo venía alentada desde algunos medios, sino que se palpaba como temor comprensible a pie de calle. No hay duda de que en las sedes de PP o Vox, o en la Audiencia Nacional, o en el propio Gobierno Sánchez, hubieran recibido con regocijo o al menos con alivio que el ciclo de enormes movilizaciones por los presos vascos decayera una docena de años después, y volviera a las cotas de los 20.000 incondicionales de hace dos o tres décadas.

A partir de ahí, esos sectores habrían tenido barra libre no solo para seguir incumpliendo los derechos humanos y las leyes, sino también para algo más profundo: echar a la papelera -o a la hoguera- la hoja de ruta para solucionar esta cuestión, que ha ido tomando forma real y realizable estos últimos cinco años, desde que EPPK dio un paso crucial.

Esa hoja de ruta -no explícita pero sí tácita- se resume en tres cosas, en tres sujetos. Las personas presas afrontan la vía legal aun a sabiendas de sus dificultades y costes. Las instituciones se ven forzadas a encarar ese reto en campo propio, a lo que pueden responder en positivo –legitimándose a sí mismas– o en negativo –retratándose como antidemocráticas, injustas, crueles–. Y la sociedad vasca toma una misión fundamental en todo ello: arropar, impulsar, reforzar ese proceso.

Esta es la consecuencia principal de la marcha de Bilbo: que este camino ya trazado no se ha logrado taponar con una valla en el primer metro, sino que se vislumbra cada vez más claro. Y tiene un horizonte lógico llamado excarcelaciones, «etxera».

Así pues, el llenazo desde el Ayuntamiento hasta mitad de la calle Autonomía trajo a los negacionistas la mala noticia de que el problema carcelario sigue ahí y continúa siendo tema prioritario en el país. Pero también hay malas noticias para quienes sí quieren solucionarlo, porque en realidad está todo por hacer. En el número especial del último día del año en que GARA miró a 2023, intentamos proyectar qué se ha logrado y qué falta por hacer, y la balanza aparece completamente descompensada.

La repatriación (y el consiguiente fin del primer grado y el aislamiento) es un gran avance, sí, básicamente por la saña con que castigaba a las familias y por lo que ha costado arrancarla. Pero la lista de tareas, en forma de incumplimientos de derechos humanos vigentes, la multiplica al menos por nueve: presos enfermos siguen entre rejas, personas de más de 70 años también, se deniegan permisos, se obstaculiza el tercer grado, se bloquea la libertad condicional, se incumple la directriz europea para computar condenas cumplidas en otros estados, se reabren sumarios en busca de pruebas inexistentes, se cierra la puerta de entrada a quienes ya llevan décadas condenados en forma de exilio o deportación, y sigue intacta la atroz 7/2003 que hoy día solo Vox promovería.

Este es el crudo panorama de la excepcionalidad vigente, todo un Manaslu en invierno que quienes han querido dar esta cuestión por concluida reducen a paseo primaveral por el Gorbea. Dicho en otra imagen gráfica: la repatriación es la parte del iceberg que ha salido a flote tras 34 años sepultada, pero hay que picar mucho hielo para acabar con esa mole oculta aún bajo el océano, un obstáculo gigante que entorpece el recorrido de este país hacia aguas más cálidas.

En este contexto, la movilización de Bilbo supone un factor de decantación. Y más aún cuando a finales de 2023 tocan elecciones estatales en las que esa roca de hielo podría endurecerse aún más o coger más volumen. Así que estos meses restantes van a abocar a personas y a colectivos a una reflexión sobre en qué lado se va a situar en esta nueva fase, porque en realidad no hay sitios intermedios entre cumplir los derechos humanos o incumplirlos, entre respetar las leyes o vulnerarlas, entre sostener cadenas perpetuas implícitas o evitarlas, entre conectar con la mayoría social vasca o alinearse con la derecha española más cerril y vengativa, entre seguir perpetuando pasados de sufrimientos o construir el futuro que merecen quienes lo padecieron y quienes han llegado después.

En esa reflexión conviene introducir otro elemento de sentido común. Para entonces se habrán cumplido doce años desde el fin de la lucha armada en octubre de 2011. Teniendo en cuenta que obviamente ese nuevo escenario ya ha generado mucho menor número de detenciones que el anterior, la conclusión es que un altísimo porcentaje de estos presos y presas vascas acumulan doce años de cárcel en un tiempo posconflicto. Es sencillo rastrear en internet cuántas personas condenadas por los llamados delitos comunes (inclúyanse violencia machista o parricidios) llegan a pasar más de doce años en la cárcel sin acceder antes aunque sea al tercer grado. Tras ese ejercicio, resulta imposible sostener que los presos vascos no sufren un tratamiento de excepción absoluta, un castigo de guerra, o peor aún de posguerra. Y es inverosímil presentar «etxera» como una reivindicación excesiva y no como la causa justa que es.