Alessandro Ruta

30 años de las bombas de la mafia contra el patrimonio cultural

Entre mayo y julio de 1993 la Cosa Nostra golpeó duramente algunos de los más importantes monumentos italianos. Era un mensaje para las nuevas fuerzas surgidas del caos post-Tangentopoli con el objetivo de encontrar nuevos aliados políticos.

El Padiglione d'Arte Contemporanea, reventado en Milán en julio de 1993.
El Padiglione d'Arte Contemporanea, reventado en Milán en julio de 1993. (Wikipedia Commons)

Aquella mafia era algo más escalofriante que otras. Durante la primavera y el verano de 1993 Italia tuvo que vivir unos meses de continua tensión, en una cadena de atentados misteriosos que dañaron mucho su imagen a nivel internacional.

Fallecieron diez personas pero sobre todo, por primera vez en la historia, el patrimonio artístico de la península fue dañado gravemente por asuntos «internos».

Un contexto caótico

En general, en aquel bienio Italia parecía sacudida por algunas fuerzas externas que nadie podía contrastar. Todo había empezado en febrero de 1992 con el escándalo de Tangentopoli, la investigación que abrió la caja de Pandora de las corrupciones en el sistema político.

La cantidad de hombres de poder que tuvieron que dejar el cargo o incluso ir cárcel fue enorme y provocó una revolución en el Parlamento, donde entraron partidos anti-sistema. La Liga Norte, por encima de todos. Quitó escaños al mismo tiempo tanto a los grupos tradicionales, hundiendo a Democracia Cristiana, el símbolo del poder conservador, como al Partido Socialista, cuyo secretario Bettino Craxi estuvo en el punto de mira de los jueces y finalmente condenado.

Entre mayo y julio 1992, además, la mafia decidió matar en dos atentados distintos a los dos fiscales que habían investigado sus tráficos ilegales: murieron Giovanni Falcone y su amigo Paolo Borsellino, junto a sus escoltas, atacados por sendos coches bomba en la autopista (Falcone) y en frente de la casa de su madre mientras la visitaba (Borsellino). «Yo os perdono pero os tenéis que poner de rodillas si tenéis el coraje de cambiar», lloró Rosaria Costa, viuda de Vito Schifani, uno de los agentes que cuidaba a Falcone. Lo dijo en la catedral de Palermo durante el funeral, hablando frente a la multitud en un discurso que conmocionó a todos. Era la imagen de una sociedad que no sabía cómo reaccionar a un hecho tan brutal.

Craxi había tirado la toalla semanas antes con un discurso en el que acusó de corruptos a todos los diputados

 

Mientras tanto, los altos cargos cambiaban. Sorprendentemente, Oscar Luigi Scalfaro fue elegido presidente de la República en vez de Giulio Andreotti, bastante comprometido con la Cosa Nostra. La economía iba cuesta abajo y nadie conseguía encontrar una solución al caos. El 29 de abril de 1993, en un famoso discurso ante los parlamentarios, Bettino Craxi tiró la toalla a su manera, acusando a todos en la Cámara de los Diputados de ser corruptos: «No creo que nadie pueda decir lo contrario porque los hechos se encargarán de definirlo».

Según Eugenio Scalfari, fundador y director del periódico ‘La Repubblica’, orientado hacia el centro-izquierda, «aquel fue el peor día en la historia italiana después del asesinato de Aldo Moro». Moro fue presidente del partido Democrazia Cristiana, secuestrado y asesinado por las Brigate Rosse en 1978. El secretario socialista habló mientras se elegía al nuevo primer ministro, Carlo Azeglio Ciampi, ex director de la Banca d’Italia. Es decir, un técnico ajeno a cualquier partido y el único capaz de mantener el volante del Estado en un momento tan delicado.

Al día siguiente miles de personas esperaron a Craxi fuera del Hotel Raphael, detrás de Piazza Navona en Roma, con la firme intención de darle una paliza. Hubiera sido algo muy violento, que no ocurrió porque la Policía protegió al líder socialista y se lo llevó en coche. Los analistas consideran aquel 30 de abril de 1993 como el fin de la llamada Primera República, el último aliento de la vieja generación en el poder. Nuevos actores iban a entrar en el palco. Y entre ellos, utilizando instrumentos «nuevos», la mafia.

Objetivos oscuros

El primer aviso fue una bomba, como es habitual: Via Fauro, barrio Parioli de Roma, en pleno centro, la noche del 14 mayo de 1993. Un coche pasando por las calles y, de repente, una explosión que provoca unos 20 heridos y sustos generalizados. El objetivo era Maurizio Costanzo, famosísimo presentador de televisión que en sus programas había impulsado muchas campañas en contra de la Cosa Nostra, invitando incluso al juez Falcone.

Los «boss» no lo podían aceptar y fueron a por Costanzo, que se salvó de milagro porque no había utilizado aquella noche su coche habitual. El estilo de aquella bomba era inconfundiblemente mafioso: como con Falcone y Borsellino, un atentado para eliminar a un rival y a su posible escolta, sin causar prisioneros, mientras que la potencial víctima estaba volviendo a casa, con las defensas bajas.

Una bomba hundió la Torre del Puici llevándose la vida del hombre que cuidaba el edificio y su familia, además de un estudiante vecino

 

Muy distinta fue la bomba que explotó la noche del 26 al 27 de mayo, dos semanas después, en Via dei Georgofili, en el centro de Florencia, a dos pasos de la Galleria de los Uffizi, quizás uno de los museos más famosos del mundo. La Torre dei Pulci se hundió llevándose la vida de cuatro personas: el hombre que cuidaba el edificio, su mujer y sus dos hijas, la menor de apenas dos meses.

La explosión provocó un incendio que afectó a los pisos cercanos, donde vivían algunos estudiantes, uno de los cuales murió. Cinco cadáveres en total y daños incalculables a media docena de obras de los Uffizi, incluidas algunas del Corridoio Vasariano, el pasillo que unía Palazzo Vecchio con Palazzo Pitti, otros dos monumentos importantísimos de Florencia.

Placa en recuerdo de las cinco víctimas en el atentado de Florencia. (Wikipedia Commons)

Esa bomba, que tuvo una extraña reivindicación por parte de una misteriosa Falange Armada, enseguida hizo recordar otros atentados misteriosos en lugares públicos, potencialmente llenos de gente: Piazza Fontana en Milán en 1969, el tren Italicus en 1974, la estación de Bolonia en 1980... muchos muertos y heridos y ningún responsable real, matanzas de Estado.

¿A quién le podía interesar sembrar el pánico de esta manera? ¿Para quién era este mensaje? Las primeras investigaciones no condujeron a nada, hasta que en la noche del 27 julio, prácticamente al mismo tiempo, tres bombas explotaron en Milán y en Roma. En la capital lombarda fue reventado el Pac, el Padiglione d'Arte Contemporanea y, como en Florencia, murieron cinco personas, incluida una persona sin hogar que dormía cerca del museo, a la que mató un fragmento de la explosión. Ningún cadáver en Roma, sin embargo, a pesar de un largo listado de daños materiales a las iglesias de San Giovanni in Laterano y de San Giorgio al Velabro.

Ahora sí que el terror había estallado.

Nuevos intermediarios

Solamente años después hemos conocido quienes fueron los culpables de todo aquel caos, y los que estaban tras la Falange Armada que se había atribuido los hechos: la Cosa Nostra. En 1993 la mafia siciliana lo estaba pasando bastante mal, después de la captura del «capo dei capi», Salvatore ‘Totò’ Riina, encarcelado cuatro meses antes de las bombas de Via Fauro y de Florencia.

Sin su jefe y con un panorama político caótico, la respuesta fue simplemente jugar más duro todavía. No habían sido suficientes los atentados a Falcone y a Borsellino, ni el asesinato de Salvo Lima (lugarteniente de la Democracia Cristiana en Sicilia) en la playa de Mondello en Palermo. Por tanto había que ir más allá, cambiar de estrategia y girar 360 grados.

La conclusión de la mafia fue que las obras de arte o el turismo eran más difíciles de sustituir que un juez o un fiscal

 

La conclusión de la mafia fue, más o menos, que «un juez o un fiscal al final lo puedes sustituir, mientras que una obra de arte no, y además están las consecuencias sobre el turismo, que en Italia es el negocio más rentable». Así se lo explico a los «boss» de la Cosa Nostra un personaje bastante controvertido, extremista fascista ya implicado en la matanza de la estación de Bolonia del 2 de agosto de 1980, cuando una bomba de altísima potencia hizo colapsar parte de la estructura provocando 85 muertos: Paolo Bellini.

Nadie se había atrevido, ni desde en exterior, a dañar tan gravemente los monumentos históricos italianos, ni en la Segunda Guerra Mundial con los bombardeos aéreos. Sin embargo, en este caso la huida hacia adelante fue la misma de siempre por parte de la mafia: chantajear a las autoridades, que en Italia en 1993 estaban mas débiles que nunca. A partir de allí, de aquellas bombas, acordar unos tratos, el do ut des («te doy para que me des») que era una típica actitud mafiosa, en su guerra interminable contra el Estado.

Otros atentados estaban ya preparados, el más escalofriante de todos era durante un partido de fútbol en el Estadio Olímpico. Afortunadamente no se llevó a cabo, pero según cuentan jefes mafiosos como Gaspare Spatuzza todo había sido puesto en marcha, incluso el coche que se tenía que robar para esconder la bomba.

El objetivo, claramente, era recuperar las conexiones con el mundo de la política, cuya ayuda había sido siempre imprescindible para la Cosa Nostra. Fueron meses tremendos que iban sumándose a los atentados de siempre, y que de repente acabaron después de las bombas del 27 julio de 1993. ¿Acaso la mafia había, efectivamente, encontrado nuevos aliados? No podía ser de otra manera; había, por casualidad o por suerte, algún pacto firmado.