Kazetaria / Periodista

25 años de la muerte de Bettino Craxi, político de raza y enemigo público

Se cumplen 25 años de la muerte del ex primer ministro socialista de Italia, que marcó profundamente al menos una década en el país transalpino y acabó falleciendo en Túnez, condenado por corrupción según los jueces o exiliado según sus seguidores.

Craxi con Berlusconi, que desde otra formación heredó todo su estilo.
Craxi con Berlusconi, que desde otra formación heredó todo su estilo. (Sconosciuto | Public Domain)

El cuerpo de Bettino Craxi yace en el pequeño cementerio cristiano de la localidad tunecina de Hammamet desde enero de 2000. Falleció el día 19 de enero de 2000, a las 17.30, por un infarto. Acababa de ver la tele con su hija Stefania y ahí le sobrevino el fallo cardíaco y la muerte, lejos de su país, de su Italia que había gobernado directamente o indirectamente durante una entera década, la de los 80.

El cuerpo fue colocado en un ataúd demasiado pequeño para su corpachón de 1 metro y 92 centímetros, pero no se podía hacer de otra manera, allí no estaban acostumbrados en sepultar semejantes colosos. Había adelgazado, es verdad, pero al mismo tiempo parecía inabarcable, la quinta esencia del poder absoluto, un hombre político que se podría colocar como mínimo en el podio entre los más decisivos de la segunda posguerra en Italia.

Odiado e idolatrado de igual manera, socialista y feroz anti-comunista, contracorriente y conservador, capaz de decir «no» a los Estados Unidos y acordar con los palestinos. Un hombre voraz, también como corruptor.

Murió exiliado según sus fieles, escapándose como una rata para sus enemigos. Y es un fantasma que aún agita a la sociedad italiana un cuarto de siglo después.

«Outsider» y a contracorriente

Benedetto ‘Bettino’ Craxi fue el primero en hacer varias cosas, una especie de trait-d'union, de eslabón entre la vieja y la nueva política. Maneras nuevas, términos nuevos, un toque de frescura que atravesó toda la década de los 80, llamada por varios analistas «la década de los socialistas», que no tuvieron nunca la mayoría de los votos pero sí el liderazgo del poder.

El PSI en el posguerra fue un outsider total hasta la llegada de Craxi con la bendición del viejo Pietro Nenni, histórico líder de un partido que se estaba estancando.

Un joven Craxi y Nenni, en 1957. (Sconosciuto | Public Domain)

Adelantado a la hora de tomar las riendas institucionales hasta por el Partido Socialdemócrata (PSDI), nacido en 1947 después de una sangrienta escisión, el Partido Socialista estaba en una tremenda crisis, sin tocar bola en tanto que el Partido Comunista tenía a sus espaldas una «parroquia» mucho más grande y el 30% de los votos más o menos.  

El PSI estaba en una tremenda crisis frente a la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, pero con el hiperactivismo de Craxi cambió la música

 

Craxi llegó y cambió la música. Formado en la ‘Estalingrado de Italia’, aquella Sesto San Giovanni cuna de los movimientos obreros, se rodeó de colaboradores jóvenes como él y empezó a jugar el papel de hombre a contracorriente, empezando por el caso del secuestro de Aldo Moro por parte de las Brigate Rosse en 1978. La mayoría de los partidos no quería tratar con las BR para liberar al presidente de la Democrazia Cristiana, que acabaría ejecutado, mientras que los socialistas se propusieron para dialogar.

Fue solamente la primera de varias intervenciones de Craxi estratégicamente muy inteligentes. Las siguientes serían menos institucionales y más comunicativas o de imagen. El secretario de los socialistas, milanés de pura cepa, llevó a Roma el hiperactivismo y una renovación de la imagen habitual hasta entonces. Por primera vez se mostró por ejemplo tomando el sol en una playa, tenía un fotógrafo personal (Umberto Cicconi), y comparado tanto con los democristianos como con los comunistas, muy grisáceos, parecía realmente venir de otro planeta.

«Póngase el traje»

Los votos crecían, la atención hacia los socialistas también. En la eterna pelea entre democristianos y comunistas, continuamente ganada por la ‘Ballena Blanca’ de la Democracia Cristiana, el Partido Socialista con Craxi al mando se convirtió en el factor decisivo para formar gobiernos. Con su mochilita del 10-11% de votos, el PSI iba ganando espacio al PCI sobre todo en el norte, y en 1983 el presidente de la República, Sandro Pertini (socialista y expartigiano), bautizó a Craxi como primer ministro.

Compañeros de partido, es verdad, pero de generaciones opuestas. Es celebre la anécdota en que el líder del PSI se presentó a la investidura con vaqueros y una simple camisa, ganándose un cabreo monumental por parte del viejo Pertini, que le ordenó volver a casa «a ponerse el traje, más respetuoso para las instituciones».

Craxi no podía hacer más que obedecer. Así empezó su epopeya en el epicentro del poder. Ya había cambiado mucho en su ciudad, Milán, introduciendo el circuito de la moda como uno de los impulsores más grandes de la economía. Ahí los alcaldes eran siempre socialistas, incluso de la familia: Paolo Pillitteri, por ejemplo, era su cuñado.

Craxi, en el centro en un congreso del partido. (PSI | Public Domain)

En general los 80, como queda dicho, fueron la década de los socialistas, yuppies de la política que tenían como objetivo principal simplemente hacer olvidar los tremendos 70 marcados por la violencia. Generó personajes como Gianni De Michelis, ministro de Exterior: veneciano, ligón extremo, siempre engominado y autor de una guía de las mejores discotecas italianas. O Carlo Ripa di Meana, heredero de una familia noble, eurodiputado socialista y futuro ministro del Medio Ambiente, que tenía como mote ‘Orgasmo de Róterdam’.

El mismo Craxi fue punta de lanza en todo ello: a pesar de estar casado las aventuras del político milanés fueron múltiples y controvertidas, empezando por una relación con la actriz porno del momento, Moana Pozzi. Junto con él, en varias fiestas pre-bunga bunga, aparecía un joven emprendedor llamado Silvio Berlusconi, cuyas televisiones serían liberalizadas por parte del amigo Bettino gracias a un decreto-ley en 1984.

«Enanos y bailarinas»

El Partido Socialista pronto se convirtió en una corte con Craxi haciendo de rey, de sol, el clavel del escudo del PSI como status symbol. Los congresos se transformaron en desfiles en maxi-pabellones, bajo la supervisión de arquitectos visionarios como el recién fallecido Filippo Panseca, escenarios a modo de enormes pirámides en los que el líder se alzaba como una especie de divinidad. Azafatas vendiendo gadgets del partido. Y los militantes pitando a Enrico Berlinguer, del Partido Comunista, cuando era invitado.  

«¿Está Bettino? ¿Dónde está Bettino?», se preguntaban los simpatizantes, cada día más, quizás los miembros de la Asamblea Nacional Socialista, una entidad formada por Craxi invitando a unos cuantos famosos y echando a la basura al antiguo Comité Central. «Un espectáculo de enanos y bailarinas», según la inmortal definición de Rino Formica, experimentado exponente socialista de la vieja guardia.

La sociedad, la cultura, hasta el deporte (a Craxi le gustaba mucho el baloncesto e impulsó los fichajes de los clubes italianos que pudieron fichar a grandes estrellas): al final ser socialista en Italia estaba de moda en esos 80. Los otros partidos de gobierno tomaban nota y se adaptaban a quedar un poco a la sombra de este líder capaz hasta de decir «no» a Estados Unidos en un complicado caso de política internacional.

Fue la llamada «crisis de Sigonella», tras el secuestro y muerte de un minusválido estadounidense (Leon Klinghoffer) por parte de un grupo palestino en el barco Achille Lauro, en el Mediterráneo, entre el 7 y el 12 de diciembre de 1985. En pocas palabras, hubo un conflicto (institucional) duro e inédito entre Italia, que quería juzgar a los autores del crimen al estar el barco en su jurisdicción, y Estados Unidos, que pensaba arreglar todo por su cuenta, insistiendo en la nacionalidad del muerto.

Caer por «Tangentopoli»

Los socialistas efectivamente nunca llegaron a ser el partido más votado: como mucho fueron terceros detrás de las dos superpotencias democristiana y comunista. El sistema, de todas formas, estaba podrido en sus raíces, Italia vivía por encima de sus posibilidades reales y el tren iba a toda velocidad a estrellarse contra la pared: la deuda pública, por ejemplo, se dobló en una década. Las obras públicas no se hacían para el bien común sino para gratificar al líder político de turno.

Corrupción, corrupción y más corrupción. Solo faltaba alguien que hallase el inicio de la madeja y ese fue el fiscal Antonio Di Pietro, que en febrero de 1992, a pocas semanas de las elecciones pilló in fraganti a Mario Chiesa, director (socialista) de la residencia para mayores Pio Albergo Trivulzio, metiéndose al bolsillo 7 millones de liras por parte de una empresa de limpiezas que para trabajar allí tenía que pagar. Un soborno de manual.

Probablemente Chiesa pensaba quedarse tranquilo, sin confesar nada, pero cuando desde la cárcel escuchó a su líder Bettino Craxi acusarle, en una entrevista de televisión, de ser «un ladrón que ensucia el nombre del partido», empezó a vaciarse, provocando el efecto-dominó del escándalo «Tangentopoli». Acabaría justo con varias condenas para todos los líderes de los partidos de gobierno, que desaparecieron en un pispás, Democracia Cristina incluida.

Cuando estalló Tangentopoli quiso ponerse de pie, sintiéndose intocable, pero el resultado fue desastroso para él y acabaría muriendo en Túnez

 

Contra Craxi se puso en marcha una verdadera caza a todos los niveles: «La caza al jabalí», como se pudo leer en algunos periódicos que pasaron de ser simpatizantes del PSI a acusadores. Una vieja actitud que se había visto ya con el fascismo.

El hombre era suficientemente orgulloso para reaccionar a su manera, y en vez de bajar la cabeza se alzó de pie, sintiéndose intocable. El resultado fue desastroso para él, que antes de la sentencia definitiva ya se escapó a su casa de Hammamet, donde moriría el 19 de enero de 2000.

Otra imagen con Craxi como protagonista: ocurrió en el pleno del escándalo de ‘Tangentopoli’ y se ha quedado para siempre en la memoria. El 30 de abril de 1993, el día después de que el Parlamento denegase el permiso para investigar al líder socialista por varios sobornos (un Parlamento donde Craxi había declarado públicamente que todos los partidos recibían dinero de manera ilegal), el ya ex primer ministro de nuevo quiso encarar el mundo a su manera, saliendo del Hotel Raphael en Roma, donde vivía cuando estaba en la capital, ante miles de manifestantes esperándole. La lluvia de monedas y de insultos sobre su figura y el reprís del coche-escolta que estaba esperando a Craxi marcaron totalmente el final de una era, mucho más que unas elecciones. Fue un linchamiento evitado por los pelos.  

El relevo lo cogió claramente su viejo amigo Silvio Berlusconi, en todos los sentidos: desde la personalización de la política hasta la corte que se vino a crear en torno a su figura. Un esquema de servilismo pero con algo que Craxi no tenía: la propiedad de las televisiones y los medios de comunicación.

Hoy ía, según varias encuestas, los italianos creen que ‘Tangentopoli’ fue un golpe de Estado perpetrado por los jueces y los fiscales, probablemente impulsados por fuerzas ajenas a Italia, para eliminar a unos líderes políticos, y sobre todo a Craxi, a favor de la izquierda. 

Con Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista.