«El amor, tal y como lo manejamos, ha perdido su potencial revolucionario»
La autora bilbotarra, galardonada en 2020 con el Premio Euskadi de Literatura, publica ‘Todo empieza con la sangre’ (Alfaguara, 2025), con la que reflexiona, sin dogmas morales pero desplegando múltiples interrogantes, sobre la siempre resbaladiza y subjetiva naturaleza del hecho romántico.

Pocos temas más universales existen en la literatura que el amor, un término tan amplio y repleto de condicionantes que su enunciación sigue siendo hoy un jugoso misterio sobre el que abalanzarse. Aixa de la Cruz (Bilbo, 1988) da continuidad a su alabado libro ‘Las herederas’ firmando un efervescente y emocional ejercicio literario con el que acompaña a su protagonista a través de un itinerario que transita entre lo corporal y lo místico. Un recorrido de incertidumbres y búsqueda de paraísos afectivos por el que nos guía la propia autora con esta entrevista.
A la hora de iniciar la escritura de este libro, ¿dónde estuvo su germen?
Pocas veces tengo esa sensación de un descubrimiento que me lleve a escribir una novela, más bien se va gestando poco a poco, amalgamando inquietudes que acaban por dar ese paso definitivo. Lo que sí existió como idea de la que partir fue ese recuerdo que tenía de estar en el patio del colegio arrancándome los padrastros del dedo hasta hacerme sangre y ponerme a jugar con las amigas imitando un pacto de sangre como el de las brujas.
«A veces sucede que solo somos capaces de amar como vampiros, ofrecemos la vida eterna a cambio de atar a la otra persona a nosotros»
Una figura, la del pacto de sangre, que atraviesa todo el libro a modo de metáfora sobre la construcción de una nueva consanguinidad respecto a los vínculos afectivos.
Me resultó curioso investigar que ese rito en las civilizaciones antiguas pretendía establecer un vínculo parecido al de la familia pero entre personas que no podían unirse, ya fuera por cuestión de género, como casarse entre hombres, o por no pertenecer a una misma clase social. Desde ‘Las herederas’ llevo tiempo dando vueltas a ese concepto de la familia de sangre, cómo quedarnos con lo bueno de su aspecto tradicional, en cuanto a tratarse de una comunidad básica de protección y cuidado, pero intentando ampliarla más allá de ese elemento sanguíneo como único marcador que decida a quién tenemos que amar, abriendo así el círculo para acabar con ciertas jerarquías clásicas de afectos que sitúan primero a la pareja, luego a la familia, siguiendo por las amigas, vecinas, etc...
En el transcurso del libro son constantes las referencias a artistas decimonónicos. ¿Ha pretendido también atraer hacia su estilo ese formato de narraciones?
Creo que la escritura tiene siempre algo de diálogo con la tradición, y esta vez tenía claro que quería mirar a los textos de los siglos XVIII y XIX, sobre todo porque, al igual que la protagonista, me constituyeron como lectora, pero también me enseñaron su significado del amor romántico. Por un lado es un homenaje a todos ellos pero también reconocer que la ficción nunca es inocua y que participa de las construcciones culturales. Las alusiones que hay al inicio de la novela por ejemplo a ‘La bella y la bestia’, posiblemente la primera película de Disney que vi, son en parte para señalar a una obra que en definitiva trata sobre una mujer que se enamora de su secuestrador y pretende transformarlo en un buen hombre, lo que representa una semilla de ideas tóxicas.

La búsqueda de una relación perdurable en el tiempo de su protagonista se encuentra con un entorno que la disuade de esa idea. Sin embargo, usted se pregunta si «quizás lo enfermizo no será fingir que las cosas terminan y no están continuamente volviendo».
Esta conversación la tuve con la escritora Cristina Morales, hablamos sobre la forma negativa con que se conceptualiza ese tipo de relaciones que no somos capaces de cortar mientras, por el contrario, se premia un manejo del otro como si fueran cuerpos intercambiables. En la monogamia por ejemplo pasar de un novio al siguiente casi sin duelo es algo socialmente aceptado. En el libro he tenido muy presente esa tensión entre la necesidad de dejar ir y el compromiso con que las cosas duren.
Un conflicto expresado también en la constante disputa que se dirime en una relación de pareja entre el ámbito individual y el compartido.
Esas alusiones a lo vampírico que hay en el libro, además de porque me encantan, también tratan de reflexionar sobre la existencia de ese amor narcisista que no respeta al otro como un ser autónomo y entiende que es únicamente una extensión de sí mismo. A veces sucede que solo somos capaces de amar como vampiros, ofrecemos la vida eterna a cambio de atar a la otra persona a nosotros. Todo eso me hace pensar que el amor, tal y como lo manejamos culturalmente hoy en día, ha perdido su potencial revolucionario, estamos poco abiertas a encarnar una alteridad de verdad.
«Con el amor romántico me pasa como con la familia; no creo que sea útil abolirlo, me parece más interesante generar marcos donde se pueda escoger con libertad»
La narración alterna pasajes presentes con otros ubicados en la infancia, ¿esos años iniciáticos dejan su huella en nuestro entendimiento del amor?
La novela adquiere la forma de un diván de psicoanálisis, donde llegas con tu experiencia concreta pero también miras hacia atrás. Se trataba de contar todo un historial afectivo que empieza mucho antes de cualquier amante e incluso también de lo que se ha leído, todo se inicia con los padres. Cuando caemos en este mundo se nos dice que ellos nos aman por encima de cualquier otra cosa y por lo tanto obtenemos la primera definición del hecho afectivo a través de ellos. Actitudes que tantas veces repetimos de manera incontrolable, probablemente procedan de patrones que se han gestado en la infancia.
La pandemia es el escenario donde la protagonista deberá enfrentarse a una «vida huyendo del silencio porque la transporta a lugares que nunca son agradables».
Esa frase que mencionas es lo primero que pasa a la hora de meditar, aflora el inconsciente, te quedas a oscuras contigo mismo y eso genera mucho miedo. Siempre es complicado mirar a toda esa basura almacenada con la que contamos, pero a la vez es liberador y el camino para tratar ciertas ansiedades que no sabemos canalizar. Para la evolución de Violeta, que siempre ha estado obsesionada con el otro, la pandemia significaba el espacio perfecto donde marcar ese antes y después. El confinamiento nos situó en un lugar no optativo que nos obligó a decidir cómo afrontar esa nueva situación.
Un encuentro personal en busca de su esencia que también la encamina por medio de la introspección y la religión.
Violeta, usando las palabras de Simone Weil, solo llega a poseer aquello a lo que ha renunciado. Ella lo lleva hasta el extremo, se enamora de la teoría pero no está preparada para llevar a cabo esas tesis. Llega un momento en el que se da cuenta que esa idealización del amor solo puede existir en lo divino, y si alguna vez se vuelve a relacionar con hombres o mujeres de carne y hueso, deberá de aceptar que a los humanos no se les puede exigir lo mismo que a Dios.

Su libro más que un alegato contra el amor romántico me sugiere una invitación a desvelar todo lo que hay en él de convención social.
Con el amor romántico me pasa como con la familia, que sugerir abolirlos, siendo pilares de subjetivación tan fuertes, creo que no es útil, me parece más interesante trabajar para generar marcos donde se pueda escoger con libertad y sin coacción. La elección de la pareja afectiva muchas veces se siente como una obligación, por ese andamiaje discursivo que presenta a la persona como incompleta sino tiene otra al lado, pero también por el mismo hecho de los precios de los alquileres, que resultan más accesibles entre varios. En la novela he pretendido reflexionar sobre esos yugos que imponen ciertos ideales.
«Todo empieza con la sangre» no resulta un libro nada dogmático, al contrario, parece situarnos ante esa naturaleza incontrolable y subjetiva de los afectos amorosos.
Claro, de hecho últimamente a las ‘millennials’, que es mi generación, se nos ha criticado que nos entregamos al poliamor como si de un contrato se tratase, y quizás algo de razón tengan. A mí no me interesa la monogamia e intento no practicarla, pero prescribir desde fuera o de manera anticipada ciertos comportamientos es muy difícil. La idea de que cumpliendo ciertas reglas va a ser menos conflictiva una relación es una entelequia, a cada quien le funcionan o no determinados aspectos, y postular grandes normas para algo tan complejo como el vínculo romántico está llamado al fracaso.

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