Isa Eguiguren

Invisibles: personas que llegan a Grecia en busca de refugio

Es una de las peores fronteras de Europa. En 2015 y 2016, quienes la cruzaban coparon las portadas de medio mundo. Ya nadie habla de ellos pese a que siguen llegando cada día a las costas griegas. Y esa llegada está rodeada de una extrema violencia ejercida con total impunidad.

Triana Riazor reparte comida a las afueras del campo de Ritsona.
Triana Riazor reparte comida a las afueras del campo de Ritsona. (Isa EGUIGUREN)

La llegada por mar es aparentemente fácil. Desde Turquía se divisan las islas griegas de Lesbos, Chios o Samos, de las que le separan aproximadamente 15 kilómetros. Las corrientes traicioneras no son lo peor que se van a encontrar quienes viajan en precarias lanchas neumáticas. Lo llevan denunciando y documentando años asociaciones como Aegean Boat Report o el periodista Hibai Arbide.

Se ha convertido en el modus operandi de los guardacostas griegos: las devoluciones ilegales en el mar que van acompañadas de asaltos a las propias embarcaciones donde rompen los motores, golpean a los refugiados, les realizan cacheos vejatorios y les roban sus pocas pertenencias. Muchas veces los montan en embarcaciones de goma sin motor y los abandonan en aguas turcas.

Este junio, los guardacostas han traspasado todos los límites al abandonar por la noche en una de esas lanchas a dos afganos de 12 y 14 años desnudos. Fueron recogidos por los guardacostas turcos, ya que desde 2016 Ankara recibe millones de euros de Europa para que «retenga» a quien pretenda buscar asilo en Europa. 

Los más afortunados llegarán a los inhumanos campos de refugiados de las pequeñas islas del Egeo y pasados unos meses serán transferidos al continente. Quienes han sido devueltos de forma ilegal a Turquía, tendrán que volver a reunir los cerca de 2.000 euros que puede costar cada pasaje.

Reparto de comida

En Atenas, el equipo de SOS Refugiados Europa madruga para preparar las bolsas de comida que reparten en cinco campos de refugiados que ya no se ubican alrededor de la capital. Cada vez están más alejados, provocando un intencionado aislamiento de las personas refugiadas.

A primera hora se acercan al almacén algunas mujeres sirias con niños pequeños que se pasean divertidos entre palés de comida y productos sanitarios. Triana Riazor, madrileña de 25 años y coordinadora de la ONG en Atenas, cuenta lo necesario de esta labor: «La comida que les dan es escasa, malísima y muchas veces caducada. También les llevamos compresas y pañales ya que no suelen tener acceso a ellos».

Tras llenar la furgoneta viajamos hasta Malakasa, un pequeño pueblo de unos 19.000 habitantes a 40 kilómetros de Atenas. Allí hay dos campos. Uno, de acogida para quienes llegan al continente y en el que, teóricamente, permanecen 25 días aislados. Rodeamos su vallado. Hace tiempo que las ONG no pueden entrar y ser testigos de lo que ocurre dentro.

Todos los campos en Grecia son similares. Doble o triple valla de alambre de espino y casetas prefabricadas donde es imposible entrar en calor en invierno y que se convierten en auténticos hornos en verano. Suelen estar plagados de ratas, pulgas y sus habitantes acaban enfermando de sarna en un entorno insalubre.  

Transitamos por la carretera que rodea parte del campo y algunos chicos muy jóvenes, sorprendidos por nuestra presencia, nos saludan desde dentro. «Está habiendo muchas llegadas estas semanas, se nota que llega el buen tiempo», comenta Riazor. «La mayoría de los llegan ahora son chicos egipcios y sudaneses. Al llegar les quitan su documentación y con la lentitud de la burocracia acaban encerrados fácilmente 60 días. Es un arresto ilícito en toda regla», se lamenta.

Los más afortunados llegarán a los inhumanos campos de refugiados de las pequeñas islas del Egeo y pasados unos meses serán transferidos al continente

Cerca de la entrada hay camiones de la IOM, el principal organismo intergubernamental del sistema de la ONU y «consagrado a la promoción de una migración humana y ordenada», según reza en su web. Pero Riazor, quien lleva más de dos años al frente de la ONG, dice que nunca los ha visto funcionar. «Se supone que son clínicas móviles para atender a las personas refugiadas, pero desde que llevo aquí siguen cerradas. Apenas hay atención médica para todas estas personas», afirma.

El segundo campo sí tiene sus puertas abiertas, pero el Gobierno impide a las ONG repartir alimentos en la puerta y obliga a los refugiados a caminar por carreteras sin arcén y con mucho tráfico hasta llegar, como en Malakasa, Ritsona, Tebas y Oinofyta, a descampados que se embarran los días de lluvia. «No son sitios dignos», sostiene Riazor.

La situación para muchos empeorará ya que el Ejecutivo ha anunciado que expulsará de los campos a quienes les sea rechazado el asilo y a quienes se les conceda, lo que dejará en la calle a cientos de personas, ya que incluso concedido el ansiado asilo, las personas refugiadas tienen grandes dificultades para conseguir empleo y vivienda. 

Comienzan a llegar personas a recoger sus bolsas de comida. Todos con historias de dolor y de huida, pero también de supervivencia, que nos acompañarán en los próximos días en cada campo de refugiados. Como la de Nasradin, un joven de Darfur, en el oeste de Sudán, con una trágica historia marcada por la violencia étnica y las crisis humanitarias. El joven enseña un vídeo de la patera desbordada de gente en la que llegó a Europa. «Pasé mucho miedo, sobre todo por las noches», asegura.

Algunos niños juegan en el descampado mientras otros, como un sirio de unos 7 años, cuida de su hermano, un bebé de pocos meses, mientras la madre guarda cola. El bebé no para de llorar. Su hermano le acaricia, pero no se calma. Prueba suerte con el chupete. Tampoco. Saca un pequeño biberón y se lo da. Al ver que por fin se calma, apoya rápida y hábilmente el biberón en el carro para que se mantenga solo y se gira a jugar con el resto.   

Pero una de las historias más surrealistas es la de Youssouf, un joven refugiado que echa una mano a SOS Refugiados Europa con el reparto y como traductor. Huyó de Siria con su familia a Turquía con solo 13 años. Una herida de bala en el hombro le recuerda por qué se vio forzado a dejar atrás su vida. Nueve años después, con un trabajo en una agencia de viajes turca, salió a tomar un café y la Policía le pidió la documentación. Al descubrir su origen lo montaron en un autobús retirándole, además, la nacionalidad turca y deportándolo junto a otras personas de la misma nacionalidad a un punto de la frontera. Deportaciones ilegales que están yendo en aumento. Youssouf llamó a su familia. No sabía dónde estaba. Logró volver de manera irregular a Turquía, pero ante el riesgo cruzó hasta Grecia y acabó en el campo de refugiados de Malakasa sin saber muy bien qué hacer ahora con su vida. Enseña orgulloso su collar con el mapa de Siria, aunque asegura que «ya no sé de dónde soy».

Los turistas disfrutan de Atenas ajenos a quienes se jugarán la vida en el mar intentando alcanzar las islas griegas y a los invisibles campos de refugiados que la rodean

Otro joven sirio cuenta que acaban de echarle del aeropuerto. Ha intentado salir de Grecia 7 veces. Enseña su falso DNI español. Le ha costado 200 euros. En cada intento ha tenido que pagar a una mafia por la documentación y ha aprendido varias palabras en el idioma correspondiente. Chapurrea algo en español mientras se ríe. La Policía lo ha vuelto a retener y expulsar. Dice que lo volverá a intentar.

Proselitismo

Muy cerca, otras dos organizaciones sin ánimo de lucro prestan asistencia a las personas refugiadas. Una de ellas juega con los niños para después predicar el Evangelio. Algo parecido hace la otra, que ofrece clases gratuitas de griego e inglés y que, tras las palabras árabes de la portada de los libros que reparte a los estudiantes, se aprende idiomas con textos de la Biblia.

Yousuff se muestra enfadado: «Esto no está bien, no pueden utilizarnos así. También nos han ofrecido llevarnos de excursión y, claro, mucha gente va porque es la única opción que tienen de salir del campo y hacer alguna actividad».

En Grecia también hay casos de resistencia entre los refugiados. Viajamos hasta Lavros, a 60 kilómetros al sureste de Atenas, donde una veintena de kurdos se «hicieron» con el pequeño campo de refugiados que hoy está autogestionado. Nos invitan a tomar té y nos cuentan orgullosos su procedencia kurda. Tienen una huerta y un sobrio parque infantil para los dos niños que viven allí. Una de las viejas casetas está decorada con imágenes del PKK y sirve de sala de reuniones. El liderazgo lo ejerce una mujer y los sueldos de quienes trabajan son repartidos a partes iguales entre la comunidad. 

De regreso en Atenas pasamos por una calle cercana a la plaza de Omonia. SOS Refugiados Europa también reparte alimentos aquí una vez por semana. La imagen es desoladora, similar a las que llegan de EEUU por los efectos del fentanilo. Aquí se mezclan refugiados y griegos. Un hombre de poco más de 60 años está sentado en el suelo, absolutamente desnudo, le falta una pierna. Son las víctimas de la shisha, una droga barata conocida como «matapobres» que es una variante de la anfetamina que se mezcla con aceite de motor o ácido de las baterías. Según Triana Riazor, «consumirla durante seis meses equivale a consumir heroína durante veinte años». 

Mientras tanto, los turistas disfrutan de la capital griega en calles muy cercanas, ajenos a esta realidad, ajenos a los refugiados que esta noche se jugarán la vida en el mar intentando alcanzar las islas griegas. Ajenos a los invisibles campos de refugiados que rodean Atenas.