Periodista / Kazetaria
Elkarrizketa
Laura Camps de Agorreta
Activista digital

«La jornada laboral de 32 horas es viable y nos haría más felices»

Licenciada en Derecho, Publicidad y Relaciones Públicas, Laura Camps de Agorreta invita en su libro ‘No nos da la vida’ a salir de la lógica productivista y plantar cara para ganar tiempo y calidad de vida. Propone una jornada de 32 horas y confía en la generación milenial para «liderar el cambio».

(Ivan GIMÉNEZ | CRÍTIC)

El 10 de septiembre, el Congreso español tumbó la propuesta de reducir la semana laboral de las 40 a las 37,5 horas. Dicha decisión, que contrasta con la tendencia que han seguido la mayoría de países europeos, no ha disipado el debate en torno a la organización del trabajo. La controversia sigue en pie, como recoge Laura Camps de Agorreta en el libro ‘No nos da la vida’ (Ed. Bruguera).

En un análisis de coyuntura, mezclado con apuntes biográficos y datos muy elocuentes, la activista digital y redactora pone al descubierto los perjuicios que el modelo de éxito que impone el capital, sustentado en la teoría de la cultura del esfuerzo, tiene sobre nuestro bienestar.

En los últimos años, han aflorado varias propuestas para rebajar la jornada laboral. ¿Qué las ha propiciado?

Buena parte de la clase trabajadora ha tomado conciencia de que el hecho de trabajar más horas no implica que lleguemos a fin de mes. También que estamos renunciando a tiempo para hacer cosas que nos pueden proporcionar más felicidad. Así lo han demostrado países como Dinamarca, que, tras fijar un máximo de 37,5 horas de semana laboral, ha visto que con 33 de media realizadas se funciona, o Finlandia, que acaba de establecer una semana de cuatro días de seis horas al día.

En cambio, desde ciertos sectores de la derecha se defiende incrementar la jornada.

Lo está promoviendo Elon Musk, que defiende la semana de 80 horas, o Grecia, cuyo Gobierno ha decretado que las jornadas pueden alargarse hasta las 13 horas diarias. Pero no dejan de ser provocaciones para ocupar el espacio mediático y favorecer a las patronales, para las cuales, cuanto más tiempo prolonguemos nuestra jornada, más cansados estaremos y, por tanto, menos tiempo tendremos para organizarnos y pensar críticamente el sistema.

¿Ahora todo está concebido para impedir que hagamos otras actividades?

Quienes organizan el trabajo nos mantienen en la ‘cultura del ajetreo’, concepto que la filósofa británica Helen Hester ha acuñado para describir la sobrecarga que conlleva tener varios trabajos, lejos de nuestros hogares y en horarios partidos.

Al haberse convertido en una esclavitud, ¿qué perjuicios tiene esa vida laboral?

Sobre todo, un incremento de los accidentes y una pérdida de salud, especialmente en aquellas tareas que tienen una importante carga emocional, como es la sanitaria o las que atienden a los sectores más vulnerables. De hecho, ese ritmo frenético está provocando, según la Organización Internacional del Trabajo, que la mitad de las bajas laborales estén relacionadas con la salud mental, aunque a menudo no se piden por miedo a perder el trabajo, lo que hace que continuemos produciendo.

¿De esta forma nos mantienen enganchados al trabajo?

Si estamos tan ocupados es porque nuestros trabajos son precarios, hasta tal punto que no es suficiente un trabajo para cubrir el alquiler y los gastos mínimos. No así para los poderosos, que pueden externalizar las tareas productivas y de cuidados que no desean hacer. No es que sean más inteligentes ni más listos; en su inmensa mayoría, ya nacen teniendo el suficiente poder para permitírselo.

¿La posición social no depende del esfuerzo que hagamos?

Todos los estudios indican que el 73% de la riqueza de una persona viene determinada por la familia y las herencias que recibe de ella. Una riqueza que la clase trabajadora nunca tendrá, al margen de que el objetivo no tendría que ser acumular riqueza, como el 2% de la población. Lo más intuitivo es unirnos y compartir espacios para que todas gocemos de más tiempo y vivamos mejor.

¿Hay que organizar de forma diferente el trabajo para tener una vida digna?

Se trata de cambiar el paradigma. Hoy vivimos para trabajar, cuando el objetivo sería vivir para vivir. De ahí la necesidad de avanzar hacia lo que Hester denomina ‘lujo público’, es decir, que la vivienda, la escuela, los servicios sanitarios, los parques, las piscinas o las residencias sean propiedad del Estado y accesibles al conjunto de la población. Esto, que sería posible mediante una fiscalidad justa, haría que el negocio sobre estos bienes no tuviera sentido. Para Hester, el ‘lujo público’, que la Viena socialista ya hizo viable cuando promovió la vivienda pública o el trabajo comunitario, demuestra que la alternativa existe.

¿No cree que, de alguna forma, aún arrastramos aquella máxima de Karl Marx según la cual «el trabajo dignifica» y eso condiciona nuestra forma de actuar?

Sin duda, todo gravita en torno al trabajo, hasta tal extremo que configura nuestra identidad. En mi libro cito cuando mi abuelo, tras perder el trabajo, entró en una grave depresión o cómo desde pequeños nos preguntan ‘¿de qué querrás trabajar de mayor?’. Pero insisto, esto se ha desvanecido, solo hay que ver la cantidad de trabajadores con contratos que están por debajo del umbral de la pobreza. De todas maneras, Marx no se refería tanto a trabajar como un fin en sí mismo, sino en desarrollar proyectos que nos atraigan sin la obligación de que alguien nos remunere. Si eso ocurriera y pudiéramos cubrir las necesidades básicas, tendríamos tiempo para fortalecer los vínculos comunitarios e implicarnos para mejorar la sociedad.

Mientras eso no sucede, muchas personas intentan trabajar en la Administración para así tener la seguridad de cubrir dichas necesidades. ¿Es un mal camino?

Lo explicaba la escritora Begoña Gómez Urzaiz en un artículo sobre las mujeres que opositan a partir de los 40 años. Hay esa tendencia porque, en efecto, trabajar en el sector público es más seguro y las condiciones laborales son mejores, aparte de que en ese ámbito los sindicatos son más fuertes con vistas a defenderte. En general, este es el único atractivo que encuentran, no la vocación hacia la tarea que desarrollarán. El problema, por tanto, no es el trabajo en sí, sino el modelo laboral y el sistema productivo dominante, que es alienador.

Su propuesta es reducir la semana laboral a 32 horas. ¿Sería aplicable en todos los sectores?

Es versátil, ya que se puede hacer en cinco como en cuatro días, de acuerdo con la voluntad de cada uno. Hay quien querrá concentrar el tiempo libre y otros que preferirán repartirlo cada día para realizar otras actividades. Sea como sea, es viable para todo el mundo, tal como revelan las pruebas piloto que se han realizado en Portugal y las medidas tomadas en los países nórdicos.

¿Así el tiempo libre cogería más relevancia?

Exacto, nos daríamos cuenta de que el tiempo no es un premio, sino un derecho que hemos de poder disfrutar. También porque, con esta materia prima satisfecha, rendiremos mejor en el trabajo. En ese sentido, la jornada de 32 horas es viable y nos haría más felices.

A la postre, ¿estamos inmersos en una lucha de clases para ver si el tiempo depende de nosotros o, como sucede hoy, nos lo roban para el beneficio de una minoría?

Aquí radica la batalla, para la cual, lo primero es organizarnos sabiendo que el tiempo de que disponemos es poco para ello. Pero si mi bisabuela, que trabajaba doce horas diarias en el textil, tuvo tiempo para participar en la huelga de La Canadenca (1919), también nosotros podemos hacerlo. De entrada, quizás lo harán quienes se pueden manejar mejor, pero después, esto arrastrará a mucha gente. Se vio con la huelga por Palestina del pasado 15 de octubre o con Casa Orsola, el emblemático inmueble del Eixample de Barcelona, cuyos inquilinos lograron paralizar el desahucio gracias a la movilización social.

¿Todo ello también exige deshacernos de la vorágine consumista que nos mantiene entretenidos?

La clave es revertir el mantra de ‘perder el tiempo’ asociado al hecho de utilizarlo para producir, para reivindicarlo como aquel espacio durante el cual podemos hacer lo que deseemos. Al menos, la generación milenial y, más aún, la generación Z son conscientes de ello, pues aparte de comprobar que ya no funciona el ascensor social, dan cada vez más valor a lo único que tienen, que es el tiempo. Pueden liderar ese cambio necesario de paradigma y luchar por un modelo económico que garantice el bienestar colectivo.