Túnez: ¿vuelve la revolución?
El país que dio inicio a las revueltas populares que conocimos como Primavera Árabe vive cinco años después un ambiente de protestas y enfrentamientos que recuerda al que acabó con el régimen de Ben Ali, pero el autor sospecha que una revuelta similar este año, aun siendo «legítima e inevitable», no sería «tan buena noticia».
En enero de 2011, en plena revuelta, se publicó un mapa que reflejaba la relación entre la distribución de la pobreza y la difusión de las protestas contra el régimen de Ben Ali: el corte este/oeste se acompañaba de un espesor negro en el centro-oeste, donde estaba concentrada la mayor pobreza y desde donde la intifada (Sidi Bouzid, Kasserine, Thala) irradió en todas direcciones, más deprisa hacia el oeste y hacia la periferia castigada de la capital, más despacio hacia la costa oriental y sus ciudades más favorecidas. A través de ese mapa se capturaba de un solo vistazo el solapamiento entre la lucha de clases y la mayor o menor pugnacidad del levantamiento contra el régimen. Tras el 14 de enero de 2011, la lucha puramente política, en la que convergieron todos los sectores sociales, cubrió las desigualdades económicas y el malestar enquistado de las regiones del interior, cuya existencia sólo se recordaba cuando un grupo de jóvenes quemaba un neumático o los yihadistas disparaban contra una patrulla. Pero las «regiones» –como se las conoce en Túnez– se dolían en silencio. De las 4.288 protestas sociales que se produjeron en el país en 2015, la mayor parte tuvieron aquí su centro. Muchos de los 6.000 jóvenes tunecinos enrolados en el Estado Islámico en Siria proceden también de este eje geográfico.
Desde hace una semana Túnez bulle de nuevo. El suicidio militante de Ridha Yahyaoui, un parado de 28 años al que un acto de nepotismo borró de una lista oficial de contratos públicos, incendió Kasserine, ciudad protestona por excelencia, la que dio más mártires a la revolución, la más pobre y maltratada. Lo que ha ocurrido después puede superponerse como un calco al mapa clasista de 2011: por las mismas vías de contagio, a velocidad desigual, la revuelta se ha ido extendiendo, primero alrededor de Kasserine, enseguida en las regiones vecinas (Sidi Bouzid, Thala, El Kef, Jendouba, luego Kairouan) hasta llegar el jueves por la noche a Hay Ettadamun e Intilaka, en la periferia de Túnez. Desde el viernes se ha impuesto el toque de queda entre las 20.00 y las 5.00 horas en todo el país, lo que no ha impedido que los choques se sucedan también durante la noche.
Las causas, la distribución y la difusión de la revuelta parecen devolvernos a diciembre de 2010 y enero de 2011. Uno tiene la impresión casi vertiginosa de retornar al pasado. Pero no. Hay dos diferencias. O, mejor dicho, tres, pues la tercera, que es en realidad la primera, tiene que ver con que en las «regiones» el paro, la inflación, la marginación y la corrupción no han disminuido sino aumentado en los últimos cinco años. Mientras los conflictos políticos volcaban la atención sobre el endeble marco institucional, la mitad del país –precisamente la que hizo la revolución– se sentía fuera de juego.
Las otras diferencias son más bien políticas. La primera es que, al contrario que en 2011, nadie o casi nadie considera que estos jóvenes estén haciendo una revolución, ni siquiera que sean su prolongación. En el discurso del viejo presidente Caid Essebsi y en el de sus partidarios, estos jóvenes son más bien una amenaza. El Gobierno ha de intervenir para «salvar la revolución», pues son ellos –los recedistas reciclados y los nuevos derechistas– los que la representan. Ahora bien, esta tentativa de arrogarse la legitimidad derivada de 2011 impone también límites a las tentaciones represivas. Las presiones externas se unen en este caso a las del sindicato UGTT y a las del propio partido islamista Ennahda, discreto aliado de Nidé Tunis en el Gobierno, para frenar a una Policía acostumbrada a utilizar sin tacañería la violencia. Sorprende que, tras una semana de choques, haya habido centenares de heridos leves, pero sólo un muerto y que sea policía. Las órdenes son claras y hasta el momento las fuerzas de seguridad las obedecen; y ello hasta el punto de que en algunas ciudades han dejado ocupar las sedes de gobernación y en otras son los propios jóvenes los que se organizan para impedir que los inevitables saqueadores destruyan comercios o bienes privados.
La otra diferencia concierne al propio destino de la revuelta. En 2011 se cuestionó desde el poder la espontaneidad de las protestas y hoy se hace desde lugares insospechados: a derecha e izquierda se acusa a los terroristas, a Ennahda y al expresidente Marzouki. Al mismo tiempo, como en 2011, su propia indudable espontaneidad las hace muy vulnerables en términos políticos, con la diferencia de que hoy el vacío político es paradójicamente mayor: los islamistas de Ennahda, pragmáticamente más comprensivos, son identificados con el poder, y la izquierda del Frente Popular, con sus sensatas propuestas económicas de urgencia, no es capaz de representar a ninguna mayoría social. ¿Quién es el sujeto de la revuelta de Kasserine? Uno salvaje, como en 2011: la rabia, la miseria vital, el rechazo de la política. El otro organizado pero para-institucional: la Unión de Diplomados en Paro, muy activa en 2011 y a la que pertenecía Yahyaoui. Ante el desprestigio de una democracia que en las regiones se ha comportado como la dictadura –paro, corrupción y represión–, es urgente e imperativo constituir un sujeto nuevo que se sitúe entre la frágil institucionalidad ya degradada y la tentación del yihadismo, muy presente en el eje geográfico centro-oeste y muy particularmente en Kasserine.
Ninguna de las promesas –a veces irresponsables– que ha hecho el Gobierno va a desactivar las protestas. Puede ocurrir más bien que se recrudezcan o se vuelvan endémicas si los atavismos policiales (u oscuros intereses entre bastidores) se imponen y muere más gente. Recordemos que Nidé Tunis es un partido dividido y en crisis, que el ancien régime se mantiene vivo en las costuras del aparato del Estado, que la situación regional es muy adversa (como demuestra la prudencia casi timorata de Rachid Ghanoushi y Ennahda) y que la mitad del país siente una creciente nostalgia de seguridad y dictadura. La otra mitad, justificadamente airada, pobre, joven y humillada, pero desorganizada, se siente tan poco representada y escuchada por las nuevas viejas instituciones democráticas como hace cinco años por Ben Ali y sus secuaces. Es un conflicto de clases, sí, plasmado –como todos– en una profunda fractura espacial. Si ese conflicto de clases acaba justificando una vuelta –rápida o lenta– a la dictadura y, del otro lado, imprimiendo una rotación hacia el yihadismo –porque no hay nada en medio, ni izquierda ni islamismo moderado–, la excepción tunecina puede desaparecer en poco tiempo. Que haya en Túnez una revuelta muy parecida a la de 2011, igualmente legítima e inevitable, puede que en 2016 no sea, sin embargo, tan buena noticia.