Bailando con la memoria
[Crítica: 'Yuli']
Arakatzaile honek ez du bideo elementua onartzen.
Artikulu hau irakurtzeko
erregistratu doan edo harpidetu
Dagoeneko erregistratuta edo harpideduna? Saioa hasi
Klikik gabe gelditu zara
Los recuerdos son ese espacio más o menos abandonado, que visitamos cuando más nos conviene, y que cuando no lo hacemos, se va deteriorando. La gracia de esto (o al contrario, el peligro) es que con el paso del tiempo, esta degradación se traduce en deformación. Pongamos que en Cuba, un iluminado decide construir la universidad dedicada a las artes (a todas) más magnífica y ostentosa del mundo. Pongamos que consigue todos los permisos para tan faraónica labor, y que se pone manos a la obra de forma inmediata. Pongamos que empieza a levantar muros y a colocar muebles aquí y allá, que la creación empieza a concretarse cuando, de repente, alguien corta las alas a la revolución que alimentaba esta fantasía. Se acabó, y ahí quedó todo. En un bonito intento expuesto ahora a las inclemencias de un clima y, claro, de un tiempo que se ceban con la estructura.
Pongamos que un joven artista se pasea por los pasillos y las aulas de lo que pudo ser pero no fue, y que su cabeza le lleva a vivir situaciones que no se sabe sin son memorias o invenciones. Pongamos (y ya lo dejo) que este personaje es una persona real, que responde al nombre de Carlos Acosta... y al apodo de 'Yuli'. Ni un día pasó desde que Rodrigo Sorogoyen e Isabel peña incendiaran 'El reino'. Ni veinticuatro horas transcurrieron desde aquel soberano puñetazo en las partes bajas de la clase política que nos ha tocad sufrir. El cine español entró con fuerza en la 66ª edición de Zinemaldia, y parecía que no tenía intención de aflojar. Sin apenas tiempo para recobrar el aliento, nos ofreció otra dupla de peso.
Icíar Bollaín en la dirección y Paul Laverty en la escritura. Peligro. Sobre todo por el segundo componente del equipo: el guionista de cabecera (y pareja en la vida real) de Bollaín es también el autor de los textos del último Ken Loach. En efecto, aquel idolatrado cineasta británico, nostálgico de la vieja escuela socialista y enemigo a muerte (literal) de Margaret Thatcher. Aquel artista aliado de las clases populares, y empeñado en ensuciar las causas nobles por las que dice luchar, con métodos que en realidad son artimañas, y con una inteligencia emocional pintada en atajos sentimentales. Tics tramposos y hasta cierto punto condenables, que en su amplia mayoría pueden achacarse a la negligencia (o peor aún, dolo) de unas palabras cargadas de modales muy innobles.
Con esto en mente (y con este miedo, lo confieso), entré en el Teatro Victoria Eugenia... pero en seguida el producto me tranquilizó con un tono alejado de la gravedad y mal humor que normalmente impera en las creaciones de Mr. Laverty. 'Yuli' es una biografía filmada dedicada al antes mencionado Carlos Acosta, brillante bailarín de danza clásica y moderna, principal estrella de compañías tan prestigiosas como el Houston Ballet o el Royal Ballet de Londres. Al igual que casi todos los productos catalogables en este género, la película toma como referencia las sagradas escrituras del álbum familiar.
La narración está estructurada a través de una colección de flashbacks que ponen en imágenes la vida, obra y milagros del protagonista. Todo en orden; todo de acuerdo con el manual. Así, la infancia en Cuba, la relación con el padre (interpretado este por un muy entonado Santiago Alfonso, auténtica revelación del film), la eclosión artística en Europa... Bollaín se sirve de la música para hacernos viajar, y para interpretar el invento del biopic como un regreso a esa verdad (no necesariamente real) que hemos escogido recordar. La historia narrada a conveniencia de los intereses del recopilador. Puro Laverty. Volvemos a aquel proyecto de universidad, convertido ahora en promesa de futuro por parte de un 'Yuli' que ha descubierto, al fin, que el don que se le concedió para la danza, no tiene nada de condena, sino de -valiosísima- herramienta reivindicativa.
Apuntes sobre las tensiones entre colores de piel y entre ideologías políticas se inmiscuyen discretamente en un relato mucho más pendiente de resaltar esas emociones que puedan percibirse, sin ningún esfuerzo, por parte del gran público. En resumen, buenas ideas acompañadas de no tan buenas intenciones, y ejecutadas con buen oficio... aunque sin excesivo brillo. Buenas sensaciones empañadas, eso sí, por un texto (ay...) que a veces pide demasiado protagonismo. Cuando Bollaín se recrea en el lenguaje corporal de sus seres, Laverty entra en escena y reivindica el lenguaje verbal. Lástima: no es lo mismo exorcizar los complejos con un baile, que con un denuncia literal. Se entiende más lo segundo, pero permanece lo primero.