El continente salvaje
[Crítica: 'Angelo']
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La primera secuencia de ‘Angelo’ nos remite a una de las más impresionantes creaciones del antaño impresionante Werner Herzog. En ‘Aguirre, la cólera de Dios’, el cineasta alemán nos llevaba al siglo XVI, a la era de los conquistadores... es decir, a lo más profundo del corazón de las tinieblas. A ese infierno verde suramericano invadido, de repente, por una tropa de diablos cegados por la codicia y el fervor supuestamente civilizador. Los salvajes, por supuesto, eran las víctimas, y los paladines del progreso devolvían a la especie humana a la oscuridad de las cavernas. Dicha película empezaba, decía, con la acongojante toma general de una formación montañosa que, en realidad, era un muro infinito.
La cámara tiraba de zoom para que poco a poco distinguiéramos a un reguero de primates con armaduras, descendiendo lentamente de aquel accidente geográfico que, en cierta medida, presagiaba aquel terrible accidente histórico. Pues bien, ‘Angelo’ llega a nosotros mediante un postal similar. Los montículos arenosos de una playa son lentamente coronados por una columna humana. Por una fila india de niños de piel negra, rudamente dirigidos por un grupo de hombres de piel blanca. La embarcación de la que parecen haber salido todos, así como los ropajes con los que se cubren, nos sugieren que estamos ante otra producción histórica, pero de repente, sucede algo inesperado.
Corte, parpadeo y nos plantamos en otro sitio. En una nave industrial, para ser más exactos. En un espacio frío y, en cierta medida, terrorífico. Contribuye a este desasosiego un puñado de pistas visuales. Los chiquillos, muy dóciles, se han puesto ahora uno al lado del otro, listos para ser inspeccionados por los adultos. Como si fueran ganado; mercancía. Una situación ya de por sí perturbadora... y desconcertante cuando nos damos cuenta de que la habitación donde se encuentran está iluminada por fluorescentes que penden del techo; que las paredes que les encierran están levantadas sobre vigas metálicas de color amarillo. Ya no sabemos ni dónde ni cuándo estamos.
Puede que el nombre de Markus Schleinzer no haga sonar demasiadas alarmas, pero lo cierto es que sin él no puede entenderse la carrera de algunos de los pesos pesados de la cinematografía germánica moderna. Así, es habitual verle ocupando cargos de peso (como el de director de casting) en producciones de Jessica Hausner, Ulrich Seidl o Michael Haneke. Hombre de confianza; hombre en la sombra al que, no obstante, le gusta salir a la luz de vez en cuando. Hará siete años, tuvo el honor de colocar su ópera prima como realizador ni más ni menos que en el Concurso por la Palma de Oro de Cannes. Con ‘Michael’, retrato del día a día de un pederasta, apuntó maneras (tanto desde la escritura como desde la puesta en escena) que mucho recordaban a las enseñanzas de los maestros con los que había colaborado.
Ahora con ‘Angelo’, su segundo largometraje, muestra síntomas de emancipación, concretando una de las apuestas más arriesgadas de este Zinemaldia. La historia, ambientada en el siglo XVIII, nos habla de un niño africano que es arrebatado de su familia y su tierra a la tierna edad de 10 años, y es mandado a Europa, para servir como criado en la corte de la nobleza ilustrada alemana. Espiritualmente, podría servir como precuela de ‘Vénus noire’, de Abellatif Kechiche. El director y guionista alemán, muy cómodo en estas funciones, divide la narración en capítulos y opta por un realismo histórico que, no obstante, es dinamitado, al principio y al final, por una serie de elementos descaradamente anacrónicos. Volvemos a esa playa y, después, a esa nave industrial en la que se procesan personas.
La introducción de elementos actuales en el mundo pasado nos habla, obviamente, de unos errores (los de nuestros ancestros) que se repiten; de unos deberes aún por hacer. Schleinzer destapa las vergüenzas morales de un continente que, auto-erigiéndose como luz de la civilización, se hunde en la barbarie. Los esclavos de antaño como reflejo de los refugiados de hoy. Europa como cruel casa de acogida. Como factoría de desarraigo y de exterminio comunitario. Cualquier indicio de refinamiento es mera casualidad, o peor, síntoma de un mal omnipresente. ‘Angelo’ convierte la promesa de una vida mejor en un infierno en el que parece que no se pueda ir a peor. Cine de bella filmación, lastrado por una narración plomiza, pero elevado por un espíritu crítico incorruptible y, claro, doloroso.