Japón revive los fantasmas de su nacionalismo más excluyente
El discurso oficial y la retórica de la extrema derecha legitiman un clima hostil hacia las personas inmigrantes en Japón. La deriva identitaria del Gobierno de la primera ministra Sanae Takaichi amenaza con ahondar la fractura social y agravar la falta de mano de obra que asfixia a la economía.
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Las recientes manifestaciones contra la inmigración en varias ciudades japonesas convocadas por grupos de extrema derecha, junto con la creciente presencia de voces ultranacionalistas en el Senado, han devuelto a las calles un discurso que parecía relegado a grupúsculos radicales minoritarios. Aunque todavía minoritarias, estas movilizaciones reflejan un cambio de clima político y social alentado por la retórica del Gobierno de Sanae Takaichi, cuyos mensajes sobre la «convivencia ordenada» con los extranjeros se han traducido en un endurecimiento del tono y en la normalización de una narrativa excluyente en los medios y en el espacio público.
El auge de esta hostilidad hacia la población extranjera no surge de la nada: su raíz ideológica bebe del viejo imaginario imperial japonés, que exaltaba la homogeneidad étnica y la supuesta singularidad del pueblo nipón como esencia nacional. Aquella narrativa, que durante la primera mitad del siglo XX justificó la expansión militar y la jerarquía racial en Asia, resurge hoy bajo una nueva forma: la defensa de la «identidad japonesa» frente a la inmigración y el temor a perder un modelo cultural idealizado. Este renacer sirve como coartada para políticas más restrictivas y para discursos que oponen «japoneses» y «extranjeros» en una sociedad cada vez más diversa.
Durante la campaña previa a su designación, Takaichi elevó la inmigración al centro del debate político, situando la regulación de los extranjeros como una de sus promesas electorales. Las «normas más estrictas para los nacionales no japoneses» fueron parte de su programa, argumentando que parte de la opinión pública siente «ansiedad e injusticia» ante lo que se considera un uso indebido de los servicios públicos por parte de residentes extranjeros. Esta instrumentalización electoral de la cuestión migratoria -tradicionalmente marginal- revela cómo la homogeneidad nacional se ha convertido no solo en bandera de campaña, sino también en guía de la agenda legislativa del nuevo Ejecutivo.
Takaichi ha anunciado que establecerá «límites» al número de personas extranjeras
que Japón aceptará, un giro radical respecto a políticas anteriores. Además de pedir a sus ministros que antes de enero de 2026 presenten su visión sobre la cuestión de los extranjeros, la medida incluye revisar los programas existentes -el sistema de “Trabajador con Habilidad Especificada” o la formación técnica supervisada- para que no actúen «sin control», señalando que aunque hay sectores que necesitan mano de obra extranjera, debe haber un marco que «gestione apropiadamente» el volumen de llegadas. Esta política numérica, presentada como respuesta al «desasosiego» que genera la presencia extranjera sin límites, revela cómo el Gobierno ha sustituido la estrategia de apertura frente al declive demográfico por una visión de inmigración restringida y subordinada.
La ministra Kimi Onoda, responsable de la «convivencia ordenada y armónica», se ha convertido en una de las voces más duras del nuevo Gabinete. Advirtió sobre un «rápido aumento» de residentes extranjeros y denunció supuestos abusos en visados, fraudes fiscales y deudas sanitarias. Su discurso, centrado en reforzar los controles y restringir el acceso a la residencia permanente, reproduce los marcos del nacionalismo excluyente: el extranjero como fuente de desorden. El hecho de que Onoda, nacida en Chicago de padre estadounidense y madre japonesa, adopte esta retórica añade una dimensión simbólica: la asimilación del lenguaje ultranacionalista por el poder político. Su cargo otorga legitimidad a una narrativa antes confinada a sectores más radicales.
Entre quienes se sienten alentados por ese cambio destaca Sohei Kamiya, líder del partido ultranacionalista Sanseito y una de las figuras más combativas contra la inmigración y el multiculturalismo. Tras la elección del musulmán Zohran Mamdani en Nueva York, advirtió de que «si no protegemos nuestra política, los inmigrantes gobernarán Japón», en alusión al riesgo de perder la «soberanía nacional» frente a una supuesta «agenda globalista». Sostiene que el multiculturalismo transforma «la sociedad y la raza de quienes detentan el poder», y llama a «asumir responsabilidad» para preservar la identidad japonesa. Su retórica, amplificada en redes y foros nacionalistas, condensa el temor a un Japón menos homogéneo y revive los viejos fantasmas del aislamiento cultural. El Gobierno intenta distanciarse formalmente, pero la coincidencia en el énfasis sobre el control de extranjeros evidencia una afinidad de fondo.
La deriva nacionalista del Ejecutivo, reforzada por voces como Kamiya y Onoda, consolida un marco político donde la identidad se impone al pragmatismo. Pero en un país envejecido y con una población activa menguante, cerrar las puertas a la inmigración equivale a profundizar su crisis demográfica y económica. Japón corre el riesgo de quedar atrapado entre la nostalgia de una pureza idealizada y la urgencia de un futuro que ya no puede construir solo.