Hisa Franko y la filosofía internacional de lo local
Invitado a la Cumbre Internacional de Gastronomía de Castilla y León, el chef de 7K constató gratamente que su filosofía de consumir, promocionar y valorar en su medida al producto local y a sus productores es también incuestionable en otros lugares, como en el restaurante esloveno Hisa Franko.

Esta es una pregunta que me he formulado a mí mismo en varias ocasiones. ¿Dónde abriría un restaurante si no fuera aquí en Euskal Herria? Hasta ahora no lo había tenido demasiado claro, y puede que la respuesta cambiara en función de las ganas cocineras del día en el que me estuviera respondiendo. Pero si ahora tuviera que elegir un país ajeno para dar respuesta a esta pregunta, el país elegido sería Eslovenia. ¿Los motivos? Sentirme como en casa. Ahora creo que sí. Lo tengo claro. Y sé a qué restaurante me gustaría (ad)mirar.
Hace un par de semanas tuve la suerte de acudir a la Cumbre Internacional de Gastronomía de Castilla y León, en Salamanca. Quedé alucinado con lo bonita que es la ciudad y lo bien que se mantiene. Y eso que tuve muy pero que muy poco tiempo para visitar alguna que otra zona de interés. La mayor parte del tiempo lo pasé en la cumbre gastronómica donde, entre otros grandes cocineros a los que admiro, me topé con Ana Ròs, del restaurante esloveno Hisa Franko.
Ana Ròs, que cuenta con 3 estrellas Michelin en Hisa Franko, era parte de un cartel que se completaba con la presencia de Oriol Castro de Disfrutar (mejor restaurante del mundo y 3 estrellas Michelin), Paco Morales (3 estrellas Michelin), Carma Ruscalleda (7 estrellas Michelin), Shinobu Namae (3 estrellas Michelin) y muchos más. Ahí es nada. Todas las ponencias fueron inspiradoras. Como siempre, algunas más que otras, pero me gustaría destacar la de Ana por varios motivos. El primero es que dedicó a explicar Eslovenia a nivel geográfico más del 50% del tiempo que duró su ponencia. Y el segundo motivo es que, más allá de explicar la receta, se centró en contar cómo se relacionaba con los productores con los que trabajaba y cómo hacía para que estos se sintieran cómodos trabajando con ella.
Me dio pena y mucho que pensar escuchar a algún asistente comentar: «Vaya ponencia. No ha cocinado y no ha hablado de cocina». Y este es el problema, amigos, familia. No vemos más allá. Estamos más ciegos que el que no quiere ver. Parece que todavía no entendemos lo importante de entender y respetar el entorno en el que estamos y lo mucho o lo todo que condiciona el entorno a las cosas del comer. No es una moda o un estilo de cocina, es un estilo de vida que engloba un territorio, una cultura y una historia en la que también cabe un restaurante gastronómico. Es una forma de relacionarse en la que el entorno y su gente condicionan al restaurante, y no al revés. Cuando hablamos de paisaje culinario, hablamos precisamente de esto.
Os he hablado alguna vez de este concepto y de cómo se lo escuché decir por primera vez a Aitor Arregi, de Elkano (Getaria). Se trata de llevar a la mesa del restaurante lo que nos brinda el entorno más cercano y su gente, de manera equilibrada y justa para todos. Siempre respetando los tiempos y los ciclos naturales de los productos. Cocinar de una manera tan consciente requiere de una sensibilidad que no queda al alcance de todos, pues esta sensibilidad requiere de tiempo y paciencia, temple y serenidad, audacia y agilidad mental. Y puede que el resultado tan solo sea el de colocar una flor sobre el plato. O el de elaborar una ensalada de hojas frescas con un simple aliño, que, por muy simple y evidente que parezca, el trabajo en el diseño y la reflexión que hay detrás de cada hoja o cada flor es tremendo. Existe una parte del plato en la que se exige a este que esté rico. Me atrevería a decir que es lo mínimo que se le puede exigir a un restaurante. Pero existe otra parte, que alimenta de una forma distinta y que recorre mucho más que nuestro estómago. Y esta es la parte en la que todo el esfuerzo que hay detrás de cada gesto en el plato cobra un sentido superior.

El acto de comer consciente (puede que exótico, incluso siendo local) adquiere una dimensión tan amplia como necesaria. Y repito, puede que en el plato haya tan solo una simple ensalada, preparada con unas cuantas hojas de temporada y un aliño. Lo que también se sirven en el plato, que no se ven pero se pueden sentir, son los motivos por los que esas son las hojas elegidas y están ahí.
Volviendo a la ponencia de Ana Ròs, me gustaría contaros que expuso y presentó la patata de un euro. Cocinó una patata de un tamaño determinado en una costra que elaboraba con heno tostado y clara de huevo. La técnica, para que os hagáis una idea, es parecida a la técnica de cocinar “a la sal”. Se cubre el producto con una costra, se cocina, se abre la costra y se sirve el producto. Pues Ana lo hizo con una patata y heno. Se trata de dos productos humildes a los que un restaurante de 3 estrellas Michelin, por lo general, poco protagonismo otorgaría. El valor de este plato está en el porqué y el cómo se adquiere el producto. Ana contó que, a la hora de pedirle al productor que este le seleccionara las patatas del tamaño que ella quería, todas iguales, este le respondió diciendo que era mucho trabajo. A lo que Ana le dijo que lo entendía y que le pusiera precio. Cuando el productor le dijo que 1 euro estaría bien, Ana no imaginó que este se refería a la unidad de patata y no al kilo, como ella esperaba. Pero enseguida lo aceptó y reflexionó sobre el lujo percibido y el valor real de las cosas. Y ya sabéis por dónde voy…
Fijaos en lo que pasó hace meses con los huevos en Gran Bretaña, subieron el precio a 12 euros la media docena. Cuando algo es escaso y hay demanda, el producto y el trabajo para su obtención, se pagan. Y Ana tiene esto muy pero que muy claro. Su esfuerzo por revalorizar el trabajo de los pequeños productores con los que trabaja es admirable. Y tener la valentía de recorrer tantos kilómetros para plantarse en Salamanca con una patata y defenderla así, hace que en mi mente tenga ya un monumento más grande que la Estatua de la Libertad.
Como se que no os va a dar por hacer la costra con heno, os voy a dejar una receta con la que preparar vuestras patatas preferidas: hablo de la variedad y el tamaño, a la sal. Cogéis 4-5 patatas del tamaño de una pelota y las laváis bien. Precalentáis el horno de casa a 200º. Mezcláis un kilo de sal gruesa con un kilo de sal fina. Añadid a la mezcla una pizca generosa de pimienta blanca en polvo y una clara de huevo (puede que necesitéis dos). Tiene que quedar una pasta maleable y que mantenga la forma. Envolvéis las patatas en esta pasta y las asáis durante 45-50 minutos. Dejáis que reposen con la costra fuera del horno y las abrís. Le añadís un chorrito de aceite de oliva o vuestra salsa favorita, y ya lo tenéis. Para los más atrevidos y menos vagos, os dais una vuelta por el monte, habláis con vuestro baserritarra de confianza y le añadís un poco de heno en polvo a la mezcla. ¡Ah!, y que no se me olvide, la palabra “hisa” significa casa. On egin!

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