IKER FIDALGO ALDAY
PANORAMIKA

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El espacio público es uno de los lugares habituales del arte contemporáneo, un escenario heterogéneo en el que la vida sucede y donde nuestros cuerpos se relacionan como habitantes fugaces de momentos concretos. La diferenciación que Manuel Delgado hacía sobre la ciudad y lo urbano en “El animal público” (Anagrama, 1999) sirve para ejemplificar la inestabilidad de los encuentros que en él suceden. Frente a las estructuras estables de las colonias humanas, lo urbano se define como la deslocalización y los vínculos débiles. Mientras en la ciudad se dan estructuras de alienación a través de la gestión de los comportamientos y la organización urbanística, se crean espacios de disidencia en los que lo marginal se reivindica como potencia política. Los cuerpos y su relación con el espacio transitado no son solo entendidos como una actividad de desplazamiento, sino que el gesto político de ocupar y vivir la ciudad es un campo de batalla desde el que reivindicar y construir nuevas identidades.

Kristoren Gorputza actúa como colectivo comisario y participante de la exposición “Zama, Kalea ahalduntzegune /La calle como espacio de empoderamiento”, prevista hasta el 23 de abril en el Palacio Aramburu de Tolosa. El espacio público y el concepto queer entran con fuerza en esta muestra para situar el discurso desde el trabajo político del arte. Si, como afirmaba Beatriz Preciado, «el movimiento ‘queer’ es un movimiento de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante», en ocasiones, la «artistización» de la disidencia provoca una desactivación de la propia fuerza política. Indudablemente, la muestra, en la que se pueden contemplar, junto a Kristoren Gorputza, aportaciones de Susana Segurola, Ana Belén Jarrin, Abel Azcona e Itziar Okariz, planea sobre cuestiones en las que tanto la identidad, la sexualidad, la violencia y la crueldad de la ciudad supuran y se hacen presentes. En “La Calle”, Azcona presenta su experiencia performática como prostituta travesti en Bogotá (pieza repetida en Madrid y México D.F.), acarreando consigo una experiencia vivencial que desborda la documentación que presenta como obra. A pesar de la inapelable y meritoria experiencia, quedan suspendidas en el aire las dudas sobre el trabajo político que esto supone.

Actuar desde la zona de confort cultural para crear dispositivos expositivos que se insertan en lógicas del contexto del arte aparece como una lacra con la que siempre cargan este tipo de proyectos y de nuevo, es el público el encargado de valorar con voz crítica este choque de mundos para entender si la vivencia de la experiencia acaba instrumentalizando una realidad para convertirla en consumo cultural.

Pero el mero gesto poético es también capaz de transformar desde lo introspectivo el propio espacio que nos rodea. Cuando Maider López (Donostia, 1975) invade el espacio expositivo con “1.645 tizas”, pieza que puede verse en Matadero Madrid hasta el 13 de mayo, nos habla del gesto mínimo (la línea de tiza) convertido en poder transformador. Medir el espacio para ocuparlo y hacerlo propio. La levedad de lo frágil convertido en presencia, la militancia de la repetición y el trabajo colectivo (once personas pintando durante 340 horas) como estrategia para hacer grande lo pequeño, lo invisible.