IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La mano, solo para acariciar

Hace unos días aparecía en varios medios una noticia que pocas veces tiene tanto respaldo metodológico como esta y me explico. Resulta que la “Revista de Psicología de Familia”, editada por la Asociación Americana de Psicología, acaba de publicar un artículo que recoge las conclusiones de un metaestudio (una revisión de los resultados de distintas investigaciones sobre un tema) sobre el efecto del castigo físico en los niños y niñas. Esta gran revisión abarca 75 investigaciones realizadas durante cincuenta años, y en las que participaron más de 160.000 menores. Y es que todos ellos asocian los azotes, bien sea en el culo o las extremidades, con un resultado perjudicial en el niño o la niña: desde una mayor probabilidad de desarrollar problemas psicológicos en el futuro, a una relación entre padres e hijos que se deteriora poco a poco, pasando por una baja autoestima, o el deterioro de las capacidades cognitivas. En este estudio descartaron el abuso físico más grave para centrarse en los azotes, aunque comprobaron que los efectos a posteriori no se diferenciaban mucho. Es como si el abuso físico tuviera un efecto perjudicial, sea en el grado que sea. Evidentemente, hablar de esto genera controversia, hay opiniones encontradas al respecto. Sin embargo, si nos ponemos en la piel de un niño pequeño, quizá no sea tan confuso. El castigo físico –y cabe hablar también de las descalificaciones, los gritos, la violencia al fin y al cabo– tiene en primer lugar un impacto fisiológico en el cuerpo y todo él reacciona para afrontarla.

Solo cuando somos capaces de pensar sobre una agresión podemos ir comprendiéndola, relativizándola, y hacer que ese evento no lo ocupe todo. Nuestro pensamiento entonces contiene el impacto. Hay que tener en cuenta que la capacidad de abstracción, el juicio crítico o la capacidad de relativizar no son capacidades innatas sino que las vamos construyendo a medida que lo que vivimos va encontrando su sitio en los nuevos archivadores de la mente, que van surgiendo con el crecimiento.

Hasta entonces las sensaciones físicas de una agresión se quedan sin contener y permanecen en el cuerpo en forma de un tipo de tensión que un niño no puede explicar ni simbolizar en su mente, es decir, sobre las que tampoco puede pensar como haría un adulto. No podría hablar de esas sensaciones a no ser que un adulto le prestara su propio pensamiento y lenguaje, preguntándole por su experiencia. Por esta inmadurez y por la falta de diálogo, el efecto de las agresiones queda en un limbo sin consciencia, sin palabras y por tanto es mucho más probable que permanezca a lo largo del tiempo.

A menudo, cuando hablamos de empatía, nos quedamos en la experiencia de resonar con las emociones de otros, pero hay otras maneras de empatizar imprescindibles en nuestro crecimiento, como la empatía con la forma de procesar el mundo, que es tan distinta en cada momento del desarrollo. Ponernos en la piel de quien recibe una agresión a una edad temprana y no puede entender un azote como los adultos, como algo concreto, con un objetivo y cuyo efecto no debería ir más allá de la «comprensión» de haber hecho algo mal. Poneros en su lugar puede ayudarnos a entender que quizá es mucho asumir que el pequeño o la pequeña va a llegar a la conclusión de lo que no debe hacer e interiorizarlo, a partir solamente de un acto que lleva agresividad en él, en particular si no acompaña más conversación que un «no».

Acercarse, ponerse en la piel, parar el ímpetu y domar el cansancio, estar dispuestos a conocerles en su individualidad sin importar la edad, ofrecer palabras que les sirvan para hablar de lo que no les gusta, dejarse impactar, pedir disculpas si es necesario… Tenerles en cuenta mientras crecen, minimiza las oportunidades de dejarles una experiencia dentro que no podrán digerir fácilmente.