IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Encogerse de hombros

Lo admito, la siguiente idea puede resultar extraña: ser indiferente cuesta. Si acaso también parece contradictoria al pensar en alguien indiferente en plenitud de su ejercicio. Esa persona encoge los hombros, deja caer los párpados, su tono de voz también cae y sus palabras marcan una distancia emocional con lo que sea que esté sucediendo.

La indiferencia puede ser una actitud adquirida o una conclusión vital, pero, sea como fuere, implica separarse de una experiencia y rara vez podemos separarnos de lo que vivimos de cerca sin hacer cierto esfuerzo. Aunque no tengamos una opinión fundada, no podamos usar argumentos sólidos o tengamos ni siquiera una idea aproximada, los estímulos del entorno nos convocan sin que podamos decidir gran cosa sobre nuestra implicación. No podemos apagar nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra piel, y a menudo, tampoco nuestras emociones.

Una vez expuestos a una situación con sentido para nosotros es difícil no reaccionar de alguna manera, si bien es evidente que, a pesar de esta característica inherente en lo que se refiere a nuestra percepción, también somos capaces de meternos hacia adentro en un momento dado y ausentarnos, aunque estemos en medio de una situación que nos interpela directamente. Y, de alguna manera, ése es el esfuerzo al que me refería.

Por otro lado, la indiferencia es bastante solitaria, ya que implica cortar lazos con otros y con la propia reacción, aunque tiene un factor anestesiante que hace, pues eso, que no importe. Y en este sentido, la indiferencia es como un circuito emocional cerrado de causa y efecto. El efecto subsiguiente es la inacción y la quietud, pero esconde en sí cierta incomodidad, cuyo antídoto sigue siendo la indiferencia.

La incomodidad está relacionada con la renuncia de los deseos naturales, las necesidades, o incluso con el conocimiento tácito de que dichas necesidades, en esa situación dada, no van a ser atendidas, no vamos a ejercer ningún impacto que nos asegure que las cosas saldrán a la manera que querríamos.

En un mundo interconectado como el que vivimos, se nos hace inabarcable gestionar las miles de situaciones de las que somos partícipes a través de los medios o la simple interacción social compleja en la que estamos inmersos. En pocos minutos nos hacemos conscientes de lo que sucede a miles de kilómetros, pero también de la variedad de circunstancias que nos rodean en un radio cercano, lo cual puede terminar siendo apabullante.

En cierto modo, la indiferencia nos sirve de barrera emocional –sin entrar a otras consideraciones éticas, por ejemplo–. Sin embargo, la indiferencia puede tener lugar ante algo que nos pille mucho más de cerca, ante nuestras circunstancias vitales más inmediatas. Nos puede dar igual sentirnos de una manera u otra, pensar de una manera u otra, e incluso lo que pueda llegar a pasarnos, no sentir una especial pasión por lo que nos gusta ni un particular disgusto si las cosas van mal, en cuyo caso, la anestesia de la indiferencia está siendo particularmente potente.

En este caso, quizá hace tiempo que tuvimos que preservar nuestra pasión, nuestro deseo, nuestra voluntad, al fin y al cabo, y guardarlas por dentro en una especie de congelador, a favor de otras eventualidades. A veces, la indiferencia es una tristeza disfrazada, a veces tan solo una manera de mantener el equilibrio, y otras, la consecuencia de la falta de costumbre de acercarse al otro. Sea como fuere, cuando nos encogemos de hombros renunciamos en parte a impactar en el mundo, y a veces esa renuncia es una elección y otras veces no.