IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Un verano estudiando

Hace no mucho tuve frente a mí a un muchacho de unos trece años con un reto habitual para muchos chavales de su edad y casi insuperable para el resto de las personas importantes a su alrededor. Tenía que aprobar siete asignaturas en verano si quería continuar con su grupo de amigos en el curso siguiente. A lo largo del año había intentado encontrar toda suerte de estrategias para entregar trabajos y pasar exámenes sin tener que hacerlos él mismo o estudiar. Evidentemente, no pudo mantener esta economía de medios durante los exámenes finales y el resultado fueron nueve suspensos.

Aparentemente, y según la interpretación de todo el mundo, sus motivaciones eran fruto solo de características negativas en él: «no le interesa nada que tenga que ver con los estudios», «es un vago», «lo único que quiere es estar delante del ordenador», etc. En un primer momento uno piensa en el enfado con el que se dicen estas frases, y en cómo afectan estas interpretaciones a la relación con el muchacho. Y lo primero que me viene pensar es: ¿querría yo buscar apoyo en alguien que piensa esas cosas de mí? Porque, sin duda, necesitaría apoyo de alguien para afrontar algo así.

Si nos paramos a pensar, seguramente conozcamos algún caso o quizá somos una de esas personas a las que el cansancio les lleva a resumir algo complejo en una idea simple como las de arriba. Incluso puede que como adolescentes lo hayamos vivido. Sea como fuere, en ese momento, el chaval tiene un deseo de seguir adelante, de conseguirlo, de demostrar a todos que se equivocan, pero está convencido de fallar. Lógico, teniendo en cuenta que en esta edad gran parte de las ideas sobre nosotros mismos las tomamos prestadas de las opiniones de otros y las conclusiones que sacamos de cómo nos tratan.

Poco a poco y fruto de esa falta de apoyo, este muchacho del que os hablo, tiene que hacer más y más esfuerzos para simplemente imaginarse un resultado diferente al que vaticinan sus mayores y va viendo la esperanza más y más lejos. Es curioso cómo en ese punto, con una larga historia de críticas poco realistas sobre sus espaldas, pero socialmente aceptadas sobre el adolescente, sumado a la rebelión, sin palabras pero con actos, ante esa «injusticia», yo me he encontrado una de dos posibles reacciones: o se deprimen de inmediato, renuncian a renglón seguido y se insensibilizan, haciendo que les dé igual perder contacto con sus amigos el año siguiente, o bien pelean por comerse el melón de un bocado la primera semana, se frustran por imposible y pasan al primer supuesto. Así que el primer paso para mí fue tratar de rescatar una esperanza lejana –sin esperanza, ¿para qué intentarlo siquiera?–, soñar con él, imaginar que es posible, preguntarle cómo sería para él conseguirlo, que me hablara de la importancia de sus amigos, qué plan tenía, poner mi experiencia sobre la mesa sin ningún juicio ni intento de hacerle cambiar nada o convencerle, y evitar yo mismo llegar a la conclusión de la imposibilidad de hacerlo.

En el fondo, porque creo –y así lo cuentan investigadores de un par de estudios recientes de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos– que confiar en un cambio posible, y poner en práctica unos modos nuevos y radicalmente diferentes a lo que se espera de él requiere poder primero crear esa imagen, que lleve a cambiar una creencia arraigada. Y quizá, si se da esa oportunidad esta vez, no tenga que acarrear esa creencia el resto de su vida –apruebe todo o no–. Al preguntarle sobre todas esas cuestiones reales, no hacía otra cosa que enviarle un mensaje: «tú tienes recursos y yo confío en ello –incluso más que tú–». Evidentemente, la confianza no cambiará su actitud por sí misma, eso implica esfuerzo y constancia por su parte, pero «querer» sentarse a estudiar solo sucederá si hay algo que conseguir, algo interno, y para perseguirlo la fuerza solo puede venir de un sitio: de dentro. Poder cambiar es un derecho que la crítica no debe arrebatar.