IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La hiperactividad y el monstruo

Quien tenga cierto interés en cuestiones relativas al comportamiento de las personas, haya leído algo al respecto o simplemente se fije en su entorno, habrá oído hablar de la hiperactividad, o puede incluso que la conozca. De un tiempo a esta parte se ha convertido en un diagnóstico cada vez más común entre los niños y los adolescentes con “trastornos de la conducta”. Ese exceso de actividad dicen que interfiere con las tareas que se espera que un niño o un adolescente afronte en su día a día, impidiéndole centrarse durante un tiempo prolongado, estar quieto, y agitándole al punto de no poder evitar “hacer” algún tipo de movimiento o actividad.

Las causas que definen los especialistas pasan por la genética, la crianza, la química cerebral o la inadaptación, y las intervenciones que tratan de aplacarla van desde la pura medicación a la adaptación de las actividades escolares en función de la intensidad de ese exceso de actividad –en niños y niñas es principalmente en el colegio donde se detecta, por la existencia de un estándar en lo que se refiere a la cantidad de movimiento que se permite en una clase–. Cuando se habla de hiperactividad en la calle, es algo similar a una enfermedad, una situación sobre la que “hacer” algo y que, a menudo, evoca también la hiperactividad de pensamiento e intervenciones de los que están alrededor. Hace unas semanas tuve la oportunidad de pensar junto con un muchacho de unos 16 años que vivía con este diagnóstico sobre cómo la hiperactividad funcionaba en él. Después de tomarnos un tiempo largo para acercarnos poco a poco a su experiencia –y con un esfuerzo por mi parte para no anticiparme con lo que yo creía saber sobre su hiperactividad–, preguntando sobre obviedades a veces, pero dándole la oportunidad de responder desde su vivencia, no desde los lugares comunes, empezó a surgir un curioso mecanismo.

La actividad incesante, la búsqueda incesante, parecía ser más una huída que una actividad dirigida a un objetivo externo; es decir, a pesar de que todos alrededor mirábamos adelante, pensando en qué se veía impulsado a hacer y casi intentando impedírselo por los problemas que le causaba, él miraba atrás, moviéndose para caminar más rápido que algo que le seguía. Entienda el lector y la lectora que usábamos metáforas para describir una experiencia compleja, que por dentro es exclusivamente subjetiva.

En resumen, era como si al detenerse el ánimo fuera oscureciéndosele, como si su bienestar, su alegría o su tranquilidad fueran como una bombilla que funcionara gracias a una dinamo impulsada por la actividad; y en caso de cesar, con la luz se iba también el calor y lo que quedaba en su lugar fuera la depresión. En el caso de este muchacho –brillante, por otro lado–, la actividad se encargaba de cargar su cerebro de hormonas que le satisficieran y le alejaran de ese sentimiento de tristeza profunda que le acechaba y a las cuales se había hecho adicto –en sus propias palabras–; lo cual también me hizo pensar en cómo la hiperactividad está relacionada en adultos con el consumo de sustancias.

Algo así como si la actividad intensa fuera una automedicación y, a medida que el efecto de estar activo fuera asimilándose, le hiciera falta más y más actividad para notar el efecto apaciguador. Evidentemente, él conocía su experiencia, pero relatarla, hacerse cargo de ella, entenderse a sí mismo con un discurso coherente, no solo ansioso por lo incontrolable, fue un descubrimiento. Y aún así, lo que más nos sorprendió a los dos fue mirar a esa depresión a la cara, considerarla como un monstruo que existía dentro de él, persiguiéndole desde hacía muchos años y del que venía tratando de huir desde entonces, corriendo, corriendo cada vez más rápido. Le di las gracias y le pedí permiso para escribir sobre ello.