IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cambio de año

Nuevo año. Para algunos, una fecha más, sin nada especial más allá de un cambio de hoja en el calendario o de calendario entero. Para otras personas, un momento de balance, de recuperación y de anticipación. El tiempo, tal y como lo usamos en nuestro reloj, no deja de ser una construcción abstracta que nos permite ponerle un marco al avance de la vida, a los cambios y a las rutinas, pero que existe principalmente en nuestra cabeza.

Todos conocemos la sensación de que el tiempo se estira o se contrae en función de la vivencia que tenemos de una situación concreta, de nuestra implicación, disfrute o aburrimiento supino. Al mirar a este año 2016, habrá quien no encuentre el momento de llegar al fin y tenga la esperanza de que todo dé un giro –por fin– pasadas las doce del día treinta y uno, de que el ritual de paso de año opere con un efecto de limpieza y se lleve lo que ha sido desagradable, inalcanzable, frustrante o triste a lo largo de los doce meses anteriores.

Por alguna razón, nos gusta mantener un poco de pensamiento mágico a la hora de replantearnos el curso de las cosas para un tiempo que avanza sin cesar. Nos aliamos entonces con esta condición ineludible de lo perpetuo del movimiento del reloj para correr a otra cosa, a otro escenario, independientemente de que las condiciones vayan a ser exactamente las mismas.

De alguna forma, para esas personas el cambio de año es un momento para tomar aire y, en muchos casos, soñar con un devenir más plácido, más fácil, menos arduo. Soñar. Los pragmáticos y descreídos encontrarán en esta palabra una indefinición incómoda, palabrería infantil alejada del mundo de hoy, poco operativa y menos resolutiva. Soñar como evocar realidades que no existen valiéndonos de reglas que solo existen en nuestra imaginación, operando en un mundo ideal e inexistente «de puertas para afuera». Y es que, para cualquiera, soñar es a veces un refugio en el que recobrar fuerzas, no un pasatiempo, no un divertimento.

«¡Afronta la realidad!», exclaman algunos cuando un adolescente no sabe qué hacer con su vida, o un trabajador lleva meses sintiendo una depresión intensa tras ser despedido y sigue sentado en el sofá. «¡Haz algo!», dicen otros a una chica cuya relación de pareja ha terminado y no puede salir de casa. «¡Deja de compadecerte de ti, la vida espera!», piensan sin decirlo otros que miran a una persona en duelo desde hace meses sin encontrar esperanza para seguir. Y a pesar de su deseo de que las cosas vuelvan a su ser, de motivar, también mueve a esos bienintencionados con prisa una incómoda sensación de descontrol y de confrontación al ver a sus semejantes atascados o simplemente refugiados. En nuestra sociedad parar es un signo de indefinición sujeto a sospecha, a desconfianza e incluso se le da interpretaciones críticas –debilidad, desimplicación, vagancia…– y, por lo general, ver a alguien cercano parar nos descoloca, no lo comprendemos, casi como si nos asustara. Es cierto que podemos esperar para siempre, del mismo modo que podemos estar tristes para siempre, o enfadados, o hiperactivos, si no nos damos cuenta o si no lo compartimos, pero también es cierto que el reloj –y más el reloj de los otros– no siempre marca los ritmos.

Sea como fuere, para que un cambio se dé necesitamos hacerle antes un espacio en la mente, necesitamos imaginárnoslo, imaginarnos a nosotros mismos en el nuevo escenario y, por tanto, desearlo, soñarlo. La acción sin sentimiento es una acción errática, impulsada por algo distinto a la voluntad, más cercana al impulso, y para sentir tiene que haber mundo interno. Pararnos a residir un rato allí, soñar con que el mundo exterior se convierta en el nuestro, va más allá de los propósitos de Año Nuevo. Llega al valor de uno mismo o de una misma el derecho de regular nuestros ritmos y poner en marcha nuestros deseos. Nuestro tiempo, es nuestro.