IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Defensa del ahora

En estas fechas, encender la televisión o pasear por internet tiene un denominador común: la aparición incesante de anuncios, de mensajes que nos animan a gastar nuestro dinero en una suerte de objetos o servicios que supuestamente nos van a hacer más felices. Este intento probablemente sea algo de lo que todos nos percatemos; entendemos que quien está al otro lado de ese mensaje no es alguien que pretende altruistamente hacernos la vida más fácil, cuidarnos, o ayudarnos a sentir que la vida merece la pena, sino más bien alguien que simplemente trata de convencernos para que compremos lo que vende, que intercambiemos el resultado de nuestro esfuerzo por algo que puede cubrir una necesidad, un deseo o simplemente ninguno de los dos, pero lo parece.

Y no es extraño que funcione. Algunas de las marcas más influyentes del mundo, sobre todo las relacionadas con la tecnología y que necesitan de nuestra interacción directa –comprando aparatos y servicios–, nos seducen con un mensaje implícito en prácticamente todos sus productos: la consecución de la popularidad y el ahorro de tiempo o la inmediatez. Llevamos en nuestras manos un aparato, el móvil, que recoge todo aquello que le damos y lo envía al otro lado del mundo o a muchos lados a la vez.

En un instante, lo que comemos, compramos o pensamos pasa a formar parte a través de un mensaje –una acción voluntaria por nuestra parte – de un enorme archivo global tremendamente efímero en lo inmediato –los mensajes se leen y se olvidan casi con la misma velocidad–, pero con el que curiosamente tratamos de impactar y permanecer para otros.

En estas fechas de nuevas adquisiciones y compras institucionalizadas, es habitual escuchar discursos que dirigen la atención al consumo desmedido, el derroche, tanto que terminan sonando reiterativos, y alejándose como uno de esos villancicos que hemos oído un millón de veces y forman parte del ambiente sonoro. Sin embargo, quizá también merezca la pena pararnos a pensar en el precio de lo que consumimos, que va más allá del dinero que pagamos por ello, en términos mentales. Y es que a veces lo que adquirimos nos exige un mantenimiento psicológico. Los aparatos que trasladan la vida a la pantalla son los principales reclamantes de este tipo de inversión. En particular en lo que se refiere al tiempo que empleamos en ellos y el tipo de actividad mental que desarrollamos en ese tiempo.

A menudo su uso es puramente impulsivo, con mensajes cortos, reflexiones superficiales –aunque divertidas a veces–, imágenes indiscriminadas y reenvíos de lo que otros dicen. Todo ello en un flujo absorbente, pero cuyo resultado en términos de satisfacción termina siendo muy limitado si lo pensamos. Es más bien una sensación de conexión mantenida, de canal abierto, pero que a menudo carece de contenido que realmente nos satisfaga –conozco a poca gente que se mete en la cama rememorando el disfrute de un «me gusta» en Facebook o un retweet–, más allá del contacto directo con la gente que realmente nos interesa y a quien, por cierto, podríamos saludar en persona en la mayoría de los casos. Se nos crea una ilusión de excitación, de influencia, de admiración que nosotros mismos tenemos que alimentar a base de nuestro propio tiempo, convirtiéndose en un sistema cerrado que consume y consume. Quizá no se puede generalizar, pero sin duda es una realidad creciente, no para quienes desconocimos el teléfono móvil, sino para los que han nacido con uno bajo el brazo. Defendernos como consumidores es una cosa, pero defendernos como personas pensantes es otra distinta, porque quizá nuestro entorno de consumo no nos esté drenando solo el dinero, sino también el tiempo para vivir aquí y ahora. Y sé que digo «quizá» muchas veces.