José Antonio Martínez
HEREDERO DE UN OFICIO ANCESTRAL

Froilán, el último pastor que habita las Bardenas

Es el último habitante y el único testimonio vivo de una tradición ancestral que se pierde entre los senderos barridos por el cierzo de las Bardenas. Como si el viento de los años se hubiera llevado también su nombre, todos lo conocen como Froilán. Se llamaba así su abuelo, pastor del pueblo pirenaico de Urzainki que encontró en el silencio de la estepa bardenera el escenario donde habitar su tiempo y su oficio milenario de pastor. De la misma forma que él lo hace ahora.

Lleva impresa en su mirada la historia misma de las Bardenas. Ningunos otros ojos como los de él han contemplado aquí el pausado trascurrir del tiempo. Son de mirada celeste, clara y luminosa como el cierzo, azul y profunda como su Pirineo y el mar. Casi nadie recuerda ya su nombre, todos lo conocen como Froilán, el nombre de su abuelo que heredó desde la niñez en su pueblecito pirenaico de Urzainki, en el valle de Erronkari.

Como hijo de una estirpe de pastores trashumantes, Froilán también heredó el oficio ancestral de sus antepasados nada más dejar la escuela. Tenía solo catorce años cuando, siguiendo la antiquísima tradición roncalesa de la trashumancia, cambió un mes de setiembre junto a su padre los verdes puertos pirenaicos por las áridas estepas de las Bardenas Reales. Corría el año 1945 y allí permanecieron los dos durante ocho meses pastoreando las vastas llanuras de La Blanca. Toda su niñez al lado de su madre, junto a sus tres hermanas y su hermano, pasaron a ser parte de sus recuerdos. Hasta su retorno, en junio, aquel joven adolescente y su padre no volvieron a verlos.

Desde entonces han pasado setenta y cuatro inviernos. Los pastores de aquellos tiempos de posguerra hace muchos años que desaparecieron. Froilán cumplirá este abril ochenta y ocho años y sigue como siempre su vida de pastor trashumante, aislado con sus ovejas ocho meses al año en la misma vieja cabaña de piedra que levantó su padre, al abrigo de un cerro junto al corral del ganado. Y ahí, en un escaso espacio de doce metros cuadrados, sin luz eléctrica, sin mesa, sin sillas ni armarios, se desenvuelve cómodamente en su vida doméstica. Al fondo, una chimenea de leña le hacen de estufa o de fogón para cocinar los alimentos; a ambos lados de ella, dos estrechos bancos de obra le sirven para comer o calentarse sentado el uno; y el otro, mullido por una vetusta colchoneta de esponja y tres pieles de oveja, es su cama. Ello, junto a un par de mantas, es cuanto precisa para descansar y abrigar sus sueños. Un pequeño transistor de radio para mantenerse al día, una lámpara rota de gas que ya nunca usa, colgada del clavo de una viga de madera del techo, unas estanterías para depositar algunos productos comestibles y objetos para su higiene, junto a unos pocos enseres de cocina, completan la austera vestimenta de la cabaña.

Pero que nadie se lleve a engaño. Froilán podría vivir cómodamente jubilado en su casa de Urzainki, una vivienda grande de piedra donde pasa los cuatro meses restantes del año. Pero él no necesita ni desea nada más, tan solo salud para cuidar su rebaño entre las fragancias de La Blanca. Continuar su modo de vida ancestral y sentirse libre; huir de todo aquello superfluo que a tantos nos atrapa.

Poco o nada de las crisis económicas han afectado a Froilán; él siempre ha poseído la inmensa riqueza de quien poco necesita, la del que vive de espaldas a la envidia. Cuántos valores forjados ante la reflexión de la lumbre, cuánta filosofía amasada en la soledad de estas estepas bardeneras, esos bienes inmateriales que trasmite la naturaleza a quienes viven en sintonía con ella.

Hoy es un día de invierno. Como siempre, encierra su ganado en el corral al caer la noche. Después entra en penumbra a la cabaña y prende con una tea algo de leña en la chimenea para calentarse. Poco más tarde preparará en el fuego su cena. El diminuto aposento se caldea con rapidez mientras un penetrante olor a pino quemado impregna su interior con aromas de humo y resina. Afuera ladran los perros a un gélido cierzo que barre los horizontes sódicos y los espartales de La Blanca. El ambiente del hogar se antoja ahora cálido para quien acaso no eligió la soledad por compañera. Las ondas del pequeño transistor visten el silencio de la cabaña y, entre la tenue iluminación naranjada de la chimenea, danzan por las paredes las sombras de la llama. Unos ojos de mirada azul contemplan absortos el ritmo chispeante de las pavesas que trepan la chimenea para desvanecerse junto al humo.

Tras una cena frugal no tarda mucho en acostarse en el viejo banco de la chimenea, para dormir y descansar como no consigue hacerlo en ninguna otra cama. Y a la espera del alba que precederá a una nueva jornada, volver a soñar con el mejor de los regalos, que para él no es otro que salud para encarar con ilusión otro día con sus ovejas, libre, con toda la inmensidad ocre de la estepa a sus pies.